Sin dinero no hay diccionario. La edición, impresión y publicación de un libro, por muy espiritual que sea su contenido, no puede realizarse si no se paga a los industriales especializados en esas tareas. En la antigüedad clásica los Mecenas protectores solventaban esos gastos, en la Edad Media pagaban esos insumos los monjes conventuales, en tiempos del Renacimiento lo hacían los dueños de los feudos encastillados hasta que en el siglo pasado surgieron las empresas editoriales que adelantaban el dinero necesario y se resarcían con la venta de los libros.
En el tercer milenio los capitales se invierten en destinos más rentables como los espectáculos musicales, los deportes, la chismografía intimista y la propaganda política.
Los gobernantes, por su lado, se han dado cuenta de que necesitan a su vez disponer de recursos financieros para comprar el voto de los electores y perpetuarse sin afectar a la democracia. El presidente de un lugar cuyo nombre recuerdo muy bien pero me abstengo de recordar, agotada la posibilidad de aumentar los ya agobiantes impuestos, vino a descubrir que una fuente inexplorada de dinero lo constituían los patrocinios de las empresas comerciales a deportistas, competidores olímpicos, corredores de automóviles, equipos de fútbol, maratonistas, comederos para pobres, hogares para mujeres solteras y un sinfín de necesitados más. ¿Y por qué no podría ofrecerse el patrocinio de las palabras de un diccionario a las empresas? Mediante el pago de una determinada suma de dinero el nombre o logotipo de la firma aparecería en los diccionarios del país precediendo los vocablos elegidos. Valga un ejemplo. Si una empresa vendedora de cosméticos quisiera preceder con su publicidad la entrada de la palabra “cosmética”, el artículo podría aparecer redactado en esta forma: “Cosmética Neofacial: La única que transforma rostro y vida al mismo tiempo”, y a continuación el significado de la palabra. El único impedimento para implantar este recurso consistía en que la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) aseguraba el derecho a la libertad de expresión a todo individuo. Un sofisticado asesor resolvió el problema del presidente. Tener el derecho no significa ejercerlo gratuitamente, como sucedería en cualquier otro caso análogo; toda persona tiene derecho a gozar de un automóvil propio,
lo cual no significa que el Estado deba regalárselo.
- Ni una palabra más –dijo el presidente-. Para aparecer en el diccionario, cada interesado deberá pagar.
El escándalo estalló cuando las empresas se disputaron los vocablos entre sí. Los más disputados fueron entre los gobernantes el de democracia, república e igualdad, entre los laboratorios medicinales el de salud, entre los fabricantes de automóviles el de seguridad, entre los productores de alimentos el de naturaleza, entre las agencias de turismo el de mundo, entre las de estética corporal belleza y entre las casa de comidas sabor. Paso por alto los vocablos escogidos por las agencias matrimoniales, que se disputaron las entradas por todos lados, en una promiscuidad lingüística descomunal, matrimonio, pareja, compañía, acompañamiento, amistad, noviazgo, bodas, divorcio, amor, simpatía, herencia, compromiso, abandono, fuga, reencuentro, juicio, filiación, homosexualidad, y dos docenas más.
No todas las entradas costarían el mismo precio, lógicamente, dado que curarse de una pediculitis resultaba más barato que atacar una depresión, y hacerse una liposucción de abdomen requería más gasto que encontrar a una esposa desaparecida.
El presidente mantuvo cientos de entrevistas con los interesados para adjudicar el patrocinio de las palabras. Contra toda presunción la palabra más requerida fue dinero, la segunda poder y la tercera amor. De modo que resultó la más cara para adjudicar. Pujaron por el espacio el Banco Universal, el Banco de Oriente y Occidente, y el Banco Antártico. Ganó la licitación este último, aunque tenía un convenio secreto de fusionarse con el primero a los seis meses. Cumplido dicho término, el nuevo Banco Universal y Antártico apareció en el diccionario con este registro: “Banco Universal y Atlántico: Hágase rico mientras duerme. Intereses capitalizados todas las noches” Y a continuación la definición del término. Ningún otro banco podría utilizar esta entrada en el diccionario para publicitar sus servicios, de manera que la palabra dinero pasó al dominio exclusivo del nuevo Banco.
En el área del término poder pujaron los partidos políticos más numerosos, el socialista, capitalista, radical, popular, conservador y tercermundista. Ganó, naturalmente el partido del presidente, que se registró con el lema “El poder para todos. Tome su parte, desde la presidencia a las intendencias.” Los partidos opositores quedaron excluidos del uso de la palabra mencionada, y se tuvieron que conformar con la frase inicial en la entrada gobierno, estampada con el lema “El nuestro es el próximo.”
Aunque las estadísticas indicaban que el vocablo amor era el más usado en la lengua, fue escasamente elegido por los empresarios y filósofos del tercer milenio. Era la palabra más usada pero más carente de persuasión en la lengua. A fuerza de ser todo amor, había acabado por no ser nada. Amor a los pobres, a los indígenas, a los adversarios, a los analfabetos, a los niños llorones, a los chicos de la calle, a los desdentados, los calvos, los mendigos tibetanos, los inmigrantes ilegales y hasta las leonas parturientas. Cada uno con su amor preferido, y a otra cosa. Nadie lo decía en público, pero todos pensaban ¿cómo se podría sentir amor por un asiático birmano, desdentado, cabeza rasurada, soltero, analfabeto, fetichista, con hambre por todos los poros de la piel, y sobre todo, desconocido y a diez millas de distancia? Antes estaban los prójimos bíblicos, la madre y el padre, los hijos, los hermanos, los domésticos, los empleados y quienes pasan a nuestro lado en la vida, vistos y oídos. Los escépticos afirmaban que no alcanza el amor disponible en el mundo para toda la humanidad, y los desconcertados se inclinaban por dar a cada uno un poco menos de amor a fin de que alcanzase para todos. Se mencionaba también caso de un italiano que distribuyó su amor entre tantos individuos, que se quedó sin amor para sí mismo.
Se quedó con el privilegio de encabezar el artículo sobre el amor una firma de bebidas gaseosas con el lema “Nadie te ama más que PrimaCola”, en la que la tal Prima incurría en blasfemia al suplantar a Dios y considerar su amor comercial superior al divino. Su competidora directa, la PectoCola, presentó un recurso de queja a la justicia pero no se hizo lugar a su pedido porque la primera había ofrecido un pago de 2.000.000 de dólares frente al 1.000.000 de la otra interesada.
El gobierno ofreció una alternativa aceptable, la de incorporar la segunda bebida como encabezamiento del artículo vida, precedido del lema “Goza de la vida, toma Pectocola.”
Otras entradas del diccionario fueron menos solicitadas porque eran términos demasiado abstractos que no le decían nada al pueblo. ¿Quién se habría interesado en aparecer encabezando las palabras etimología, aliteración, indoeuropeo, arúspice? Las palabras con significado de nacionalidad, raza, sexo y religión, no contaron con ningún interesado, pese a que un líder afroamericano proclamaba a los cuatro vientos su lema “Para un africano no hay nada mejor que otro africano.”
El asunto del sexo generó, contra lo pensado, una agitada disidencia entre el presidente del país y el representante de un movimiento social poco conocido, quien ofreció el pago de una sorprendente suma como introducción al artículo respectivo. Aparecería con el lema de “Sexo, ninguno”, sin ofensa para nadie, ni homo, ni bi, ni trans, sino “metasexuales” –decía el interesado-. Los teólogos de la Edad Media ya habían discutido el tema y decidido que los ángeles no tenía sexo:
- No domino el tema -dijo el presidente que no dominaba ninguno-, pero ustedes no son ángeles.
- Por supuesto que no, pero estamos en camino de serlo precisamente porque no tenemos sexo ni estamos tampoco interesados en tenerlo.
Siguieron en orden de interés las palabras relacionadas con la belleza. Más de una centena de firmas internacionales disputaron por obtener la primacía del espacio, todas para insertar su publicidad sobre la belleza corporal y ninguna por la belleza espiritual. Ésta ofrecía rebajar cuatro centímetros el diámetro de la cintura en un mes, aquélla aseguraba un rendimiento del 99,9% en la extirpación no quirúrgica de un callo plantal en el término de un semestre; una compañía francesa garantizaba reducir una joroba dorsal a la mitad con el uso de una máquina inteligente que movía el cuerpo por computadora; una italiana desarrugaba la cara mediante el extracto soluble de una planta amazónica llamada áloe vera, mientras una suiza prometía el mismo resultado a través de un derivado de la saliva de una oruga sudafricana, y una tercera lo hacía con agua recogida en tierras de Palestina.
La oferta más seductora parecía ser la de una compañía de turismo que se hacía cargo del traslado ida y vuelta del candidato, lo llevaba a un pantano de Escocia, lo sumergía en lodo dos veces por día en el término de seis semanas y lo devolvía hermoso a su lugar natal.
El presidente se sorprendió de la marcha de la subasta diccionarista. Jamás había pasado por su mente la idea de que el cuerpo humano interesara a tantas empresas, pero aceptó las cosas tal como se presentaban porque no estaba dispuesto a perder los ingresos pecuniarios respectivos. Preguntó a los oferentes el lema que emplearían en la entrada del artículo y optó por adjudicar el privilegio a una fabricante de caños sin costura que emplearían el de “Venga como es, y salga como quiera ser.”
El presidente inquirió a sus asesores cómo era eso de que una empresa siderúrgica eligiera un espacio dedicado a la belleza y la respuesta no se hizo esperar:
- No son productoras de nada, compran una empresa rentable con fábricas, ingenieros, gerentes, empleados y clientes, todo en un solo paquete. Una conocida organización mundial es dueña de dos bancos en los Estados Unidos, una productora de lácteos en Francia, un ferrocarril en la India, una tabacalera en el Caribe, una empresa automovilística en Detroit, dos frigoríficos en el Uruguay y una fábrica de chocolates en Suiza. El negocio no consiste en saber hacer algo, sino en tener dinero y saber comprar. Si la adquisición fracasa, se la venden a un país sudaca. Y siga el baile.
La noticia de la venta de espacios publicitarios en el diccionario de la lengua convulsionó a las empresas comerciales y financieras. Un concilio secreto consideró que no valía la pena batallar entre ellas y lo más conveniente sería repartirse de antemano los vocablos y dominar así la subasta. Dicho y hecho. La firma de cigarrillos Smoke se quedó sorpresivamente con la palabra moda, que utilizaría para promover su producto oculto bajo el eslogan “La moda pasa, el humo queda.” Una segunda tabacalera quiso quedarse con el vocablo humo y el lema “Si en el cielo no se puede fumar, quédese aquí.” El eslogan era tentador y provocativo, pero su eficacia se disipó cuando un oponente objetó que no podía involucrarse a San Pedro en una competencia comercial porque escandalizaría a los cristianos y además de irreverente era blasfemo. El pleito se resolvió salomónicamente con el mote “Fumar no es pecado.”
Al cabo de seis meses las ofertas y contraofertas, precios y descuentos, colores y tipografías las pretensiones se acomodaron en un consenso total puesto que cualquier palabra puede asociarse con cualquier cosa. El vocablo felicidad fue el más disputado y se acordó precederlo por excepción con la publicidad de diez empresas. “La felicidad se construye” decía una firma edificadora; “No se la deje arrebatar: legalizamos su felicidad”, afirmaba un estudio jurídico; “Su felicidad está en algún lado: nosotros lo ayudamos a encontrarla”, postulaba una asociación astrológica; “Un pote de yogurt por día, hará su felicidad gástrica”, rezaba una empresa láctea; “Conozca con exactitud su hora de felicidad”, aconsejaba una fábrica de relojes; “Toda felicidad es horizontal”, aseguraba un fabricante de colchones. La recomendación de una empresa de turismo decía: “La felicidad no es una estación adonde llegar, sino una manera de viajar.”
Las otras dos palabras muy discutidas fueron héroe y fama, que las omito para no invadir demasiado la paciencia ajena, pero que podrían resumirse en el pensamiento: si usted no es mejor que otro no es nadie, y si su fotografía no aparece en la portada de una revista, renuncie a que lo conozcan.
Palabras más, palabras menos, los interesados en encabezar las entradas en el diccionario las cubrieron a casi todas. Una sola quedó sin interesados en absoluto y fue muerte, que ni siquiera atrajo a las empresas funerarias, cuyo negocio consiste en vender espacios para los muertos cuando todavía están en vida.
Finalmente quedó disponible la contraportada. El presidente, sometido a su irrefrenable tentación de grandeza, ordenó a sus consejeros encontrar un lema superlativo, perdurable, y se sintió satisfecho con uno en latín, Altius, citius, fortius (Más alto, más rápido, más fuerte), sin saber que la sentencia pertenecía ya a los Juegos Olímpicos.