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cuento corto
Sunday, 14 February 2010
RECETARIO LITERARIO

 

Desde joven tuve una notoria inhabilidad para manejar los números. Mi problema se acrecentó considerablemente cuando quise averiguar si primero habían existido los números y luego se crearon las palabras para nombrarlos o a la inversa. Al principio la duda me pareció injustificada porque con toda lógica los primeros hombres debieron haber amontonado los huevos de avestruz a medida que los recogían y al juntarlos de a dos, tres o cinco, tenían que ponerle un nombre a cada conjunto para intercambiarlos, por ejemplo, dos huevos por treinta colas de plumas. Pero esta firme certidumbre se me debilitó cuando en la secundaria nos dijo el profesor de matemáticas que además de esos números reales,  había otras clases de números que no se correspondían con la realidad, como el –5, que era menor que el –2. ¿El 5 menor que el 2 únicamente con ponerle un signo menos adelante? Una de dos: o el diablo había metido la cola en la numerología para embarrarla o en mi ADN congénito había faltado algún componente numérico.

          Al comprobar poco más adelante que en la formación de un nuevo ser humano los científicos no habían detectado ningún gene sobre el uso de la h  ni sobre los acentos en las palabras llanas o esdrújulas, me sentí más libre y a mis anchas y me decidí por las letras, o sea por las palabras o sea por la literatura, y aquí me tiene ahora garabateando papeles. Mas como en toda cosa de este mundo cuando se resuelve un problema aparecen otros, me encontré con que debía aprender a escribir correctamente las palabras y luego a saber combinarlas para escribir un artículo.

            Por más que intentaba pergeñar una página, no alcanzaba a pasar de los cuatro o cinco renglones. Escribía como en telegrama. No diré que conocía en sus más intrincados vericuetos la gramática, pero al menos tenía los conocimientos suficientes para no decir haiga en vez de haya y no pluralizar el sustantivo pie en pieces. Pero evidentemente no basta la ciencia gramatical para convertirse en escritor, del mismo modo que no alcanza una pala para ser arqueólogo ni un cuchillo filoso para ser cocinero del Sheraton.

             Poco a poco fui dándome cuenta de que era necesario poner en funcionamiento eso que los literatos llaman inspiración, los hombres vulgares chispa, los menos vulgares ángel, y algunos psicólogos inconsciente colectivo. Maldita la hora en que se me ocurrió dedicarme a las letras. Feliz vivía yo con mi ignorancia hasta que me vino el antojo artístico. Consulté, leí y releí cuanto manual de retórica y poética cayó en mis manos, los medité e hice ejercicios de redacción durante seis meses y medio, imité a los grandes maestros de la prosa que me recomendaron y nada, seguía tan torpe como al principio. ¿Quién se animaría a sacar alguna conclusión provechosa sobre el buen gusto con esta norma del catedrático Narciso Campillo y Correa: “...basta que nuestra imaginación recorra velozmente la infinita distancia que media entre los deformes ídolos del salvaje y las estatuas griegas; entre el bronco estrépito de los caracoles marinos y las espirituales armonías de nuestros conciertos; entre los colorines con que se embadurnan los caciques y la riqueza de tonos que admiramos en las imágenes de los grandes pintores”?¿Tendría que irme a vivir entre los indios misquitos o los guaraníes que tienen caciques para hacerme escritor? ¿O comprarme en un bazar una reproducción de la Venus de Milo?  Preguntaba a poetas y poetisas en las conferencias acerca de este misterioso don de escribir y todos me respondían con evasivas piadosas, o sea que tampoco lo sabían. Era como si para ser escritor no fuera necesario conocer nada de este arte. No obstante, yo insistía en mis averiguaciones y no me daba por vencido. No en vano tantos escritores habían sido reputados como talentosos y habían obtenido el premio Nobel, a menos que los miembros del jurado sueco tomaran sus decisiones en estado de embriaguez, hipótesis nada aceptable.

         Es que uno se equivoca al buscar consejos, porque los que tienen inspiración ni siquiera saben de dónde les viene, vale decir, que los genios son irresponsables. Les viene a la mente porque les viene, como por capricho de los dioses. El estudio de las biografías de escritores célebres no es tampoco recomendable. Algunos sostienen que la creatividad se atrae con el alcohol como le ocurrió a Edgard Allan Poe y a Rubén Darío, aunque se terminen los días en una cama en estado de delirio. Otros afirman que es más productivo contraer una enfermedad innombrable y tratarla con drogas alucinantes, según le sucedió a Maupassant, pero hay que estar dispuesto a morir sin recobrar la lucidez. Tan peligroso como esos estimulantes es casarse con una cocinera analfabeta y leerle El Anticristo para comprobar si el texto es comprensible para el público, y morir loco como Nietzsche.

         Lo desconcertante de estos métodos artificiales es que a su lado tenemos los contrarios, por ejemplo el de Fray Luis de León, erudito, talentoso y místico, por no abundar fatigosamente con el caso del apacible y casero Montaigne, o nuestro silencioso y refinado Enrique Banchs. Después de leerme la confesiones y autobiografías de unos doscientos escritores de varios países, me encontré tan desconcertado como al comienzo. Si hasta me topé con una santa que no escribía por oficio literario sino por indicación de sus superiores y confesores interesados en que quedaran fijadas en el papel sus experiencias y doctrina religiosa. Me refiero a Santa Teresa de Jesús, claro está.         

            Por casualidad cayó en mis manos una antología en inglés sobre The Creative Process, que acabó casi por enloquecerme, tan precavido con los libros como soy yo. Es una estimulante colección de opiniones de genios contemporáneos que le explican al aspirante a escritor o artista las fuentes de la inspiración. Tan maravilloso encontró el volumen un antiguo presidente de la National Broadcasting Company, que adquirió una docena de ejemplares que distribuirlos entre la minoría pensante de la empresa, un CEO, según se acostumbra a decir ahora, esto es, un chief executive officer.  Yo lo adquirí con el sacrificio de los escasos pesos que tenía disponibles en esos momentos, y para que otro inocente se los ahorre y los gaste en alimentos o diversiones, adelanto algunos juicios. De la mencionada compañía no tengo noticias actuales, pero con gran probabilidad los ejecutivos nada aprendieron y tuvieron que pasarse a trabajar en la Columbia Broadcasting System.

         Para el novelista norteamericano Henry Miller hay que “aprender a pensar, sentir y ver de una forma totalmente nueva, como si uno fuera un ineducado cualquiera...la lógica del universo está contenida en la provocación, el desafío”. Puesto que soy educado, tuve  que desechar la ocurrencia porque no puedo volverme para atrás, sin agregar que además soy tímido y me aterran los insultos.  Mucho más perturbador me resultó el artículo de un tal  Max  Ernst, que explica la experiencia de su creatividad. Solía ir a una hostería en la costa de un lago y tendido a pierna suelta en el césped, esperaba obsesivo y nervioso que lo visitara la inspiración. Explorando con cuidado  todos los detalles minúsculos del panorama, la espuma de las olas, los restos de camarones, los granos de arena, los pedregullos, los insectos, las mariposas, las hojas caídas, los papeluchos sueltos y demás minucias, se ponían en movimiento sus poderes visionarios y veía esfinges, dinosaurios, dragones, torrentes de lava, terremotos, ruedas de fuego, diamantes voladores, cucúes de relojes de pared, Hércules del brazo con Julio César y  así otras fantasmagorías. Dejaba volar su imaginación y combinaba estas apariciones unas con otras, al acaso, y por este recurso el material obtenido resultaba excitante.

¿De modo que las ideas pueden venir a nuestra mente mirando bichos y piedrecitas? Me pensé a mí mismo al borde de un riacho en el delta del Tigre y un domingo por la mañana aparecí tirado en la gramilla. Ni la sugestión ni la clarividencia se hicieron ver, y sólo experimenté las picaduras de los mosquitos, el mal olor del ambiente, los gritos de unos desaforados turistas, los silbidos de una serpiente sacándome la lengua desde la rama de un árbol, y el roce de las patas de una inmunda cucaracha paseándose por mi rostro. Comprobé entonces que, si veo corretear un pichicho pequinés en un jardín no hay poder en el mundo que me haga transmutarlo en una bestia apocalíptica. Renegué de la anarquía imaginativa y preferí quedarme con mi impericia, convencido de que por ahora no se conoce el secreto de la conciencia.

¿Y qué tal si plagiara a otro escritor extranjero? Nadie se daría cuenta de la argucia,  porque nadie ha leído todos los cuentos del mundo y tampoco podría recordarlos ni si fuera  miembro de la Academia Sueca. Así la cosa es más sencilla y rápida. Un cuentista me había confesado una madrugada en el Café Tortoni, exudando alcohol por cuanto poro tenía su piel, que había ganado en Perú un concurso para narradores noveles mediante esta artimaña. La estratagema es simple y no toma más de dos horas.  Se escoge un cuento extranjero, se le cambian los nombres de los personajes y de los lugares, se nacionaliza el tema, y asunto hecho. Y mucho mejor si se rebusca el modelo en un siglo pasado, para evitar el juicio penal de los herederos del autor. También puede tomarse una poesía y ponerla en prosa.

Sus peligros tiene el plagio, por supuesto. Escuchándolo me vino a la mente el recuerdo de un caso. Un ambicioso sin escrúpulos, empaquetador en una fábrica de peinetas, tomó un cuento que narra la peripecia de un hombre que un día, al despertar, se encontró con que había perdido su cabeza. Buscó y rebuscó por todos lados, en su casa, en la oficina, en toda la ciudad, hasta que por fin la encontró en el escaparate de una peluquería. Pero como el literato aficionado era bruto de solemnidad, en condiciones de  certificarla  por declaración jurada,  no reparó en que el autor originario era nada menos que Benito Pérez Galdós y el relato del escritor español se titulaba ¿Dónde está mi cabeza? Un lector que leyó el cuento en un diario, lo reconoció, denunció el fraude y el plagiario tuvo que devolver los patacones del galardón y soportar la humillación pública.


          A punto de caer en la desesperanza total y abandonar mi ilusión literaria, llegó a mis oídos la noticia de un herbolario o curandero del barrio de Villa Crespo, donde abundan los demiurgos y está la entrada al infierno argentino según Leopoldo Marechal, que tenía una fórmula secreta para cada problema. Tomé el tranvía, llegué a la casa, pagué por anticipado la consulta y le expuse mi caso. Justamente tenía la fórmula no sólo para las letras en  general, sino aún más, una para poesía y otra para prosa. Elegí la segunda. El mago vidente revisó su fichero y seleccionó la adecuada. Me la entregó impresa y me aseguró el éxito con esta despedida:

          -Si la cumple estrictamente, su cuento lo hará famoso. Uno de mis clientes cuyo nombre me reservo por discreción, obtuvo con ella el Premio Municipal de Narrativa.

          La prodigiosa receta decía:

         “Tómense tres páginas del índice y una de la bibliografía de un manual de redacción de esos que se venden en los quioscos callejeros de diarios y pónganse a macerar en un cuarto litro de vino torrontés mendocino (no sanjuanino). Agréguense dos páginas de un catálogo de televisión por cable, sección Espectáculos, evitando escrupulosamente que no se entremezcle ninguna hoja del diccionario de la Real Academia Española de la Lengua para evitar la contaminación. Trabajar a solas, sin testigos, sobre todo de profesores de castellano, porque su mirada podría coagular el elixir como cuando se bate mayonesa. casera. Déjese el preparado a la intemperie durante siete días en el patio posterior de un club nocturno de la Recoleta, lo más lejos posible de una iglesia, por los efectos neutralizadores de los átomos de incienso que pudieran flotar por el aire.

          Si se desea sazonar con el estilo de un determinado autor, será necesario agregar una página al menos de dicho escritor. Para temas escabrosos, los más seguros son los Diálogos de cortesanas de Pietro Aretino y para eróticos el Kamasutra indio. Para asuntos políticos es inevitable El Príncipe de Maquiavelo, aunque está ahora algo envejecido por la desaparición de los principados y el advenimiento de la democracia. Si se prefiere un aditivo criminal, escójase el cuento Los crímenes de la calle Morgue de Poe, y para fantasías de extraterrestres, son aconsejables las hojas de Crónicas marcianas de Ray Bradbury. Si se prefiere intercalar en el relato diálogos absurdos, es inevitable complementar con una página de Esperando a Godot de Samuel Beckett. En caso de que se tengan objetivos escatológicos sobre el más allá, podría añadirse el capítulo final de las Memorias de Dios del italiano Giovanni Papini.

          En caso de optar por una obra argentinista, las hojas de condimento deberán ser  otras. Los siete locos  de Roberto Arlt son inmejorables para inspirar personajes paranoicos, y Radiografía de la Pampa de Ezequiel Martínez Estrada para quitar infiltraciones hispánicas. Si se desea lograr un regusto intelectual, pueden añadirse hojas del lúcido Borges, siempre que no sean más de dos y no provengan ambas de las Disquisiciones, por el riesgo de contraer el complejo de inferioridad. Este peligro puede soslayarse usando hojas de un ejemplar usado. Si se emplea Borges, no deben agregarse folios de Macedonio Fernández, porque uno y otro se potencializan.

En otro bol aparte preparar el brebaje acelerador de los efectos: dos botellas de cerveza en lata (Budweiser es la mejor en este caso), espolvoreada con hojas secas de marihuana paraguaya (no de México por la liviandad de su humo), que podrían reemplazarse con polvo de cocaína si se desea obtener un efecto más impresionante y ganar algún concurso literario, o en su defecto, de alas de cantárida, baratas y fáciles de conseguir, y altamente recomendado como estimulante erótico por las brujas medievales.

         Destilar cinco veces el líquido, mezclar con el macerado anterior y conservarlo en una retorta herméticamente cerrada durante trece días. Tomar cada mañana una copita pequeña en ayunas, y una hora antes de sentarse a escribir, inspirar profundamente el vaho del preparado, y al tomar la pluma para escribir, sorber de un solo trago, sin interrupción, una copa grande del elixir y esperar. A los tres minutos con exactitud comenzarán a aparecer las señales de la inspiración".

         Ansioso como me sentía por escribir mi libro, acaté al pie de la letra la receta y me

dispuse a internarme en el mágico reino de la literatura. No me había engañado ni un ápice el curandero. De inmediato mi mente se pobló de extraterrestres, bajitos, cabezones, verdes e iluminados, ojerudos y orejudos, transparentes y mudos, naves espaciales con ametralladoras y cañones, animales babosos, peludos y espinosos, rayos en todas las direcciones, explosiones, incendios, choques, estampidos, y entre todo ese loquerío, una todopoderosa mujer estrella, un superhombre volador (nada que ver con el de Nietzsche)y por supuesto un traidor con ojos oblicuos y un cristal pulverizador centelleante en su mano derecha. Volé por los aires en escobas de brujas; fui raptado en una nave espacial donde me inyectaron agujas por todo el cuerpo. Me aclamó como presidente un millón  de partidarios en la Plaza de Mayo y bajé al Infierno donde dialogué en un exótico idioma que jamás había pronunciado con Satanás. Me llamó por teléfono celular un gerente del Swiss Bank para advertirme que ya no había lugar en las bóvedas para depositar mis barras de oro y finalmente me vi convertido en un extraño animal como esponja, sin cabeza, brazos ni piernas, con tentáculos de pulpo, trompa de elefante y pinzas de cangrejo en la cola.

        Cuando desperté del éxtasis me vi rodeado de una docena de hombres maduros que me miraban con curiosidad. Pensé que serían miembros de la Academia Argentina de Letras congregados para entregarme una plaqueta de oro, pero a medida que me recuperaba me fui dando cuenta de que eran un comisario policial, un médico forense, un fiscal judicial, un fotógrafo y otros desconocidos que musitaban entre sí.


Posted by Carlos A. Loprete at 10:17 PM BRT
Updated: Saturday, 10 April 2010 11:22 PM BRST
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