Al asumir su trabajo del día, los sepultureros del cementerio de la Chacarita comprobaron que habían sido arrancadas por la noche cuatro placas de bronce de varios panteones. Entre las sustraídas unas tenían las leyendas en latín y otras en inglés.
- ¿Y eso? -preguntó un sepulturero a un compañero.
- ¿Cómo, no te has dado cuenta? Las escritas en inglés son las de los protestantes y las escritas en latín las de los católicos.
- Bah, tonterías, a mí que no creo en nada pueden ponerme una placa en chino o en turco y me da lo mismo. Total ya no estaré en este mundo.
Ni uno ni otro habían estudiado historia , y en consecuencia, no sabían nada de la torre de Babel y el origen de los idiomas, pero como tampoco habían estudiado teología, no tenían ni idea de lo que era el don de lenguas.
- Eso les pasa por no haber ido a la escuela en la niñez -les aclaró el director del cementerio-, don de lenguas es la facultad que tienen algunos cristianos de hablar en cualquier idioma con otras personas sin haberlo estudiado.
Ante la bulliciosa reclamación de un deudo de un marino inglés inhumado en la necrópolis, el director ordenó que dos cuidadores vigilaran en lo sucesivo las tumbas y panteones de noche.
Noches después uno de los vigiladores advirtió una sombra con una barreta entre sus manos, le gritó como advertencia y corrió al lugar, pero no llegó a tiempo: el intruso había desaparecido. Ya vendrá -pensó-; lo moleré a palos. Fantasma no puede ser, porque los espíritus no pueden cargar pesos. Ninguna otra anormalidad ocurrió esa semana. Probablemente el ladrón había considerado prudente desaparecer por unos días. A la semana siguiente al segundo vigilador le sucedió algo semejante, pero tampoco tuvo tiempo para sorprender con las manos en la masa al ladrón. Lo más sensato era esperar con paciencia hasta que el caco cometiera un error y pudiera ser atrapado.
No sucedió sin embargo así. Una misma noche desaparecieron las lápidas de dos tumbas diferentes al mismo tiempo. Una en inglés, "He never said a foolish thing" (Nunca dijo una tontería), y otra en latín, "Hic iacent tantum ossa" (Aquí yacen solamente huesos).
- No hay otra explicación posible -convinieron los cuidadores-. Los ladrones son dos y no uno solo. Ya caerán como angelitos. Ésos sí que morirán sin epitafios.
- Yo pienso lo mismo, y más todavía, me atrevo a insistir en que uno es protestante y el otro católico -añadió el director.
Días después se vieron merodear sombras en dos sectores del cementerio, en torno a dos panteones cubiertos de innumerables placas. Los guardianes presumieron que eran dos objetivos apetecidos por los ladrones y se prepararon para la captura cuando las circunstancias les fueran favorables.
Así las cosas, el ladrón de la bóveda con epitafios en latín se encontró con un cartel pegado debajo de un timbre, que decía: "Toque el timbre y espere." ¿Un timbre al lado de la puerta de un panteón? Un poco por curiosidad y otro poco por obcecación, el ladrón se animó a pulsar el botón y esperar el resultado. De inmediato se encendió una potente luz adentro y apareció el guardián acompañado de un feroz perro ovejero que lo tomó de uno de los brazos y lo tumbó al suelo sin aflojar sus mandíbulas. El vigilador se arrojó sobre el intruso, lo ató con una cuerda y lo entregó a la policía que esperaba en las cercanías escondida en un automóvil. El intruso acató sin chistar la orden de no resistirse y fue a terminar la noche detrás de las rejas.
A la mañana siguiente se hizo presente en la comisaría el fiscal del distrito, quien después de leerle la fórmula de sus derechos, procedió a interrogarlo:
- ¿Por qué arrancaba usted las lápidas de los católicos en el cementerio de la Chacarita?
- A usted le parecerá extraño, señor, pero yo soy enemigo de todo lo pasado, y me dedico a abolirlo de esta manera. Soy ateo y no hago cuestión de las religiones.
- ¿Usted quiere hacerme creer que tenía pensado destruir todo lo que han hecho hasta ahora los hombres sobre la tierra? ¿Cómo haría para destruir todo lo antiguo de ese mismo cementerio? Por cada placa que usted eliminara por noche, se pondrían cinco o seis nuevas. O usted está loco o me está tomando el pelo. Vamos, ladrón de porquería, no se haga el vivo conmigo y largue el rollo porque tengo mucho trabajo que hacer todavía.
El interrogado largó la lengua y explicó su caso. Había caído en el capricho de corregir el revoltijo de la humanidad comenzando por lo más cercano y menos riesgoso a sus posibilidades. En su opinión, los epitafios eran el mejor camino de iniciación, no había parientes defensores, el trabajo podía ejecutarlo sin perturbar sus faenas diarias, y la comunidad se estremecía con la profanación de las tumbas. Y todo esto sin contar con que era una tarea divertida:
- ¿No se llevaría usted a su casa, señor fiscal, una placa que dijera: "Enseñó gramática por muchos años pero no pudo conjugar el verbo vivir?" No me dirá que no, supongo.
- ¿Y que hace con las placas robadas?
- Las arrojo al fondo del río. Allí no las encontrarán nunca más.
- Bien, señor, quedará retenido en esta comisaría hasta que confirmemos sus dichos.
- ¿Y si no las encuentran?
- Eso es asunto de la justicia, en su momento lo notificaremos.
A todo esto los periodistas de los canales de televisión y radios se hicieron cargo del escándalo profesional pertinente: "Hoy las lápidas, mañana los cadáveres", "Felices los gatos, que se entierran sin lápidas" y cosas por el estilo. A los pocos días, anuncios comerciales impresos en caracteres fosforescentes ocuparon su lugar pegados en las paredes, "Lápidas inviolables se ofrecen. Precios accesibles", y por supuesto, los políticos: "Señor ladrón, robe lo que quiera: el gobierno está de vacaciones."
Con el paso de los días el escándalo se debilitó por el advenimiento de otros sucesos, hasta que una mañana los guardianes necropolitanos despertaron de su letargo con una novedad. Del panteón de una ilustre poetisa local había sido sustraída su placa mortuoria que rezaba "Pudo haber escrito más de un soneto, pero su modestia se lo impidió". Comenzamos de nuevo, comentaron los guardianes, y no se equivocaron.
De inmediato comunicaron la novedad al director quien se hizo presente de inmediato acompañado del comisario de distrito y dos policías uniformados. No había ningún timbre en la bóveda, pero sí un cartel con la leyenda "Golpee y entre, la puerta está abierta." El profanador golpeó con sus nudillos la puerta de hierro y entró confiado.
No hubo iluminación instantánea ni perro en su caso, pero sí una feroz trampa de acero dentada, de las usadas para cazar pumas en los bosques. El intruso no se resistió a la mordedura del instrumento y fue a parar también detrás de las rejas. El interrogatorio preliminar al nuevo cautivo fue más exhaustivo porque el apresado tenían antecedentes en la apropiación de bienes ajenos:
- ¿Por qué arrancaba usted las lápidas en el cementerio de la Chacarita?
- Usted, señor, tiene la foja de mis antecedentes y no le hace falta pedírmelos a mí.
- De acuerdo, pero necesito su declaración personal firmada. ¿Robaba o no robaba?
-Sí, robaba.
- ¿Y qué hacía con las placas?
- Las fundía y las vendía.
-¿Y con ese ingreso pudo usted comprar un chalet, una lancha , una residencia en las sierras de Córdoba y dos automóviles importados?
- Sí, ¿qué tiene de raro? Es cuestión de saber hacer negocios.
- Hum ...pero adonde va usted a ir pronto no podrá hacer negocios.
- No se preocupe, señor, de eso me encargo yo. Pero la aclaro, que si los jueces me declaran inocente, le haré juicio a la Policía por privación ilegítima de libertad y daños morales. Ya hay jurisprudencia sentada sobre la materia.
Los trámites judiciales se cumplieron paso a paso, como mandan las leyes. El director se ufanaba orgulloso de sus hazañas en una conferencia de prensa:
-Algún día nuestro cementerio tendrá que ser declarado patrimonio histórico de la humanidad por las Naciones Unidas. Al cumplirse el centenario de la primera cremación casi lo logramos, y perdimos por un voto. Con las capturas logradas últimamente quizás lo consigamos. Somos los inventores de los timbres y mensajes de tumbas.
- ¿Y lo de la cremación, cómo fue eso? He oído algunos rumores al respecto, pero no lo tengo en claro -dijo un periodista.
- Bueno, eso pasó hace varios años, cuando no teníamos hornos. Un día trajeron para ser cremado el cadáver de un notorio líder socialista y nos sorprendió el pedido. Los restos mortales de los cristianos no se incineraban y por lo tanto no había hornos. El anterior director ordenó que lo pusieran en una parrilla de metal y lo quemaran en un sitio apartado. Todo iba a las mil maravillas hasta que quedaron únicamente los huesos que no se quemaban en una fogata de leña. Ordenó entonces a los sepultureros que los pulverizaran a martillazos sobre una piedra y enterraran el polvo en un sitio apartado sin asistencia religiosa.
- Como a las brujas en la Edad Media -comentó alguien.
- Tanto no sé, señor periodista, pero me imagino que los huesos medievales serían como los ahora.
- Lógico -reflexionó en voz alta otro representante de la prensa-. Yo he oído decir que después de la quema los vecinos festejaban la ejecución del hereje con gritos de alegría.
- Bueno, yo pienso que no. Hasta donde llegan mis conocimientos no he leído en ninguna parte que después de la quema de un brujo los verdugos y testigos se entregaran a una fiesta de alegría. En todo caso, deberíamos consultarlo con algún historiador.
Los rumores llegaron a difundirse a tal extremo, que algunos vecinos de Buenos Aires tomaron a la Chacarita como una curiosidad gratuita para mostrar a los niños los fines de semana, en tanto que otros más cultivados comenzaron a considerarla un centro de atracción histórica donde pegar carteles con sus opiniones o formular sus pensamientos festivos. "Se fue a vivir con el diablo, ¡pobre diablo!", se leía en un panteón. Los epitafios vinieron a ser algo así como una venganza del difunto sobre la comunidad olvidadiza. En el túmulo de un militar la leyenda decía: "Párate viajero, pisas a un héroe." Naturalmente, nadie sabía quién era ese general don Tiburcio Leguizamón Acosta, ni le interesaba saberlo, y los visitantes lo pisaban sin sentirse profanadores. En cambio, se persignaban ante la tumba de una mujer que había bordeado el espacio con los juguetes, los platos de comer y los vasos de beber de su difunto hijo. De todos los dislates escritos por el público, el más osado era el que aseguraba que si al difunto gobernador le hubieran dado una hora más de vida, habría tenido tiempo de hacer de cada pobre un hombre rico.
El intendente de la ciudad, de portentosa intuición política, amplió el horario de las visitas desde las seis de la tarde hasta las dos de la madrugada, y con tal motivo, tendió cables con luminarias por todas las calles internas, cuadruplicó el número de asientos para descanso de los visitantes, y en consonancia con estos progresos, distribuyó estratégicamente puestos de venta de chorizos, hamburguesas y gaseosas, carruseles para niños, pistas de automóviles infantiles, y hasta dormitorios nocturnos para los sin techo, en ostensible competencia con los atrios parroquiales.
En invierno estos adelantos satisfacían los intereses de los peregrinos, pero llegado el varano resultaron insuficientes y fue necesario expandir los beneficios. Hizo levantar pantallas televisivas gigantes en el perímetro del cementerio y amenizar las noches con filmes cada dos horas. Autorizó clubes de ajedrez, instaló mesas de ping-pong, quioscos de café y de helados, y por supuesto, instalaciones sanitarias por doquier.
En determinado momento, el cementerio se convirtió en un recinto gratuito de la felicidad, y donde había llanto hubo risas, y donde había silencio hubo bullicio. La prensa extranjera se ocupó de esta transformación y no faltó quien considerara al modelo porteño como un lugar de interés turístico. Las agencias de viajes incluyeron a la Chacarita entre los destinos más recomendados.
Llegó el momento en que el cementerio dejó de ser cementerio y se convirtió en un polo turístico. Vecinos, visitantes y turistas se regodeaban a toda hora en ese placentero lugar, más acogedor que otro sitios urbanos por las distracciones que proporcionaba. Los obreros de las cercanías iban a comer sus viandas a la Chacarita, mientras miraban las pantallas gigantes de televisión y se enteraban de los ofrecimientos comerciales, las intimidades de la logia de la farándula, la cotización del dólar en la Bolsa de Comercio y el pronóstico del tiempo. Los barrenderos enfundados en coloridos uniformes recogían el mínimo desperdicio caído al suelo, bandas musicales transitaban por las calles interiores entonando canciones de moda y mariachis importados rodeaban las mesas gratificando con sus cuerdas y bronces a quienes cumplían años o se despedían de la soltería.
Las viudas y viudos, y los huérfanos y huérfanas, comenzaron a fastidiarse al ver neutralizadas sus lágrimas por los vahos de alcohol ambiental, y sus dolientes silencios sofocados por la estridencia de los altavoces. Plantearon al intendente la incongruencia de estos fenómenos y le exigieron una urgente solución. El magistrado, ni lerdo ni perezoso, tomó la decisión salomónica de construir pabellones en el subsuelo y trasladar a ellos los ataúdes, al tiempo que dejaba a la libre disposición de los turistas y visitantes
lo construido con posterioridad.
Por esta razón en la actualidad la Chacarita es el único cementerio de dos niveles en el mundo, donde los parientes y deudos lloran primero en el subsuelo y se divierten a las carcajadas en el superior.