Los políticos estaban inquietos porque las encuestas de opinión mostraban su descrédito entre los ciudadanos quienes en sus cotidianas manifestaciones exigían que se fueran del poder. Pero, como es de imaginar, estaban atornillados a sus puestos.
- Lo que es a mí no me sacan del sillón ni a cañonazos -decía a sus íntimos un gobernador-; que se vayan del país los votantes si quieren, que yo me quedo aquí.
- Pues si yo tengo que irme, la dejo en reemplazo a mi esposa o a mi suegra, pero no me quedo como el gallo de Morón, sin plumas y cacareando.
El partido oficial llevaba cincuenta años en el gobierno, y por sucesivos enroques de puestos, un intendente pasaba a ser diputado en la siguiente elección, luego senador, más tarde gobernador provincial y por fin ministro, con la secreta esperanza de ser presidente en la próxima.
Pero en cincuenta años, el electorado había agotado su paciencia y no parecía dispuesto a tolerar más la continuidad del gobierno. Los políticos realistas coincidían en que había llegado el momento de cambiar de estrategia, y que para salir del problema, lo mejor era incorporar en las listas de candidatos electorales a otras figuras populares.
- ¿Y quiénes son los héroes populares?
- ¿Cómo quienes? Los artistas y los deportistas.
- Pero no saben nada de gobernar, gracias que cantan y hacen goles.
- ¿Y quién ha dicho que los pondremos a gobernar? Son unos piojos resucitados. Basta que sepan levantar la mano en el congreso. Nosotros les mandamos las leyes hechas y ellos la aprueban. La democracia no da para más.
Los artistas y deportistas no opusieron reparos al aumento de sus ingresos más las excepciones en el pago de impuestos y demás privilegios. Unos y otros pensaron que con los millones que tenían más las gangas que les vendrían iban a estar definitivamente bien. En lo que no pensaron fue en que no había tantos lugares disponibles para ambos bandos.
Malabaristas, dibujantes de paredes, guitarristas, cantores, salieron a demostrar sus habilidades para atraer la atención de los caciques políticos. Walter Punk, flaco como un lápiz, feo irrecuperable y boca sucia como un puerco, se hacía acompañar en sus recitales al aire libre por una claque mujeril intercalada entre el público que lo levantaba en andas al término de sus espectáculos. Charles Calembour, tocado con un fez tunecino corría por el escenario persiguiendo luciérnagas que encendían y apagaban los farolitos de sus abdómenes e insultándolas en un lenguaje intraducible.
Los deportistas, ni lerdos ni perezosos, trataban de seducir a su vez a los caudillos políticos para no quedar fuera del festival de prebendas. Dieron un paso adelante ofreciendo gratuitamente a sus admiradores participar en sus demostraciones. "Hágale su propio gol al arquero olímpico" -decía uno-. "Pedalee en la bicicleta del campeón nacional", ofrecía otro. Aunque no está aún determinado si el pimpón y el yoyó son deportes, los maestros nacionales participaron de la puja ofreciéndose para jugar con los interesados, amén de regalarles firmados esos adminículos con su firma personal. El país se había convertido en una especie de Olimpo donde los dioses y semidioses jugaban y cantaban. Zeus jugador de fútbol, su hermana y esposa Hera, cantora de tangos.
Los vecinos, acostumbrados a votar a desconocidos, festejaban complacidos la generosidad del gobierno al ofrecerles candidatos conocidos y sentir que al fin su vocación democrática había sido atendida. Asistían a las representaciones de uno y otro bando y aplaudían a sus preferidos. La puja, sin embargo, después de dos meses seguía sin definirse y los comicios se acercaban. De la competencia leal se pasó a la mentira, de la mentira al insulto, del insulto a la infamia y de la infamia a las agresiones. A Joe White, el deportista del trapecio, los artistas le desataron uno de los cables de la red de seguridad y fue a dar con sus huesos molidos a un sanatorio para ponerlos en su lugar, como se hace con la osamenta de los dinosaurios patagónicos.
La venganza de los deportistas no se hizo esperar. Ocurrió en el recital de Cacho Borinquen. El artista corría con un paraguas como perro de presa por el escenario bajo una lluvia artificial, entonaba sus canciones abrazándose a cachorros animales, dando vueltas mortales, fumando y bebiendo latas de cerveza, peleando con gorilas de utilería, sentándose en sanitarios para necesidades comprensibles entre estallidos de petardos y luces de bengalas. Ni un afroamericano lo haría mejor. El político que lo patrocinaba, observando las maravillas de su ahijado, comentaba: "Si no gano con éste, me hago monja:" Para su felicidad, no tuvo que cumplir con su promesa, porque cuando el Borinquen se enroscaba en el caño, una palangana de alquitrán lo embadurnaba de pelos a pies. Dos barricas de querosén y tres días de paciencia fueron menester para desalquitranarlo.
Como pregona el refrán popular, una de cal y otra de arena, con la diferencia de que
esta vez una fue de alquitrán y otra de espuma. En la sede de un local político el candidato hacía la presentación de su acompañante artístico, un prestidigitador de naipes, conejos en la galera y monedas, una nube de espuma invadió el tablado desde las bambalinas y el desaparecido fue el mago. "Para un circo vaya y pase, para el Congreso le falta seso", se oyó decir desde un megáfono oculto. El político patrocinador
comprendió que con ese artista no iría a ninguna parte. Le obsequió una galera con su respectiva paloma adentro, un mazo de naipes españoles y una moneda de la Segunda Guerra Mundial, y lo descartó de sus planes.
Los artistas tienen fama de ser débiles, meditabundos y mansos, pero Félix Macramé, tejedor de pulseras rojas contra la mala suerte, era la negación viviente de estas tres facultades, porque era forzudo, atolondrado y agresivo. En una oportunidad había arrastrado con una soga atada al pecho un vagón de ferrocarril y en otra había vencido a quince rivales juntos que tironeaban de una cuerda. Este Sansón contemporáneo decía en la intimidad. "Qué se creen esos estúpidos, ¿qué los artistas
nos alimentamos con leche en polvo? " Y para demostrar que no era mentiroso se trepó al tablado donde un levantador de pesas revoleaba una bala de cien kilos y los revoleó a ambos juntos y los mandó mutis por el foro. De inmediato su patrocinador comprendió que con los artistas forzudos no se juega y lo anotó en su lista como candidato a diputado.
Avergonzados los deportistas, se reunieron en cónclave en la casa de Cuco Larramendia para convenir la forma más eficiente de desacreditar a sus rivales. Las frases de despecho más insultantes y jactanciosas circularon en el cónclave, "Son estiércol de paloma, sin olor", "Si siguen jorobando los vamos a echar a patadas del país", "Me los meto por un bolsillo y los saco por otro". "Hablan de rosas y perfumes, y apestan hasta por las suelas ", "Crecen como las zanahorias, para abajo" y cosas de este y aún mayor tenor. Después de minuciosas idas y venidas, convinieron en que la mejor venganza ocurriría con la llegada de la primavera y que como a la ocasión la pintan calva, había que tomarla del pelo y no dejarla pasar.
Llegó la primavera y con ella la oportunidad. Los artistas harían la exposición de sus obras y la demostración de sus habilidades en el Coliseo de la ciudad. Desde muy temprano comenzaron a congregarse grupos de curiosos frente al local. Unos iban a husmear la ropa y los peinados de las artistas para copiar los modelos, otros para tener argumentos para sus chismes, una gran mayoría para llenar las horas vacías del día, una minoría rica para ver si el Mercedes Benz del año pasado había sido cambiado por un BMC . Curiosidad, envidia, antipatía y escándalo se escondían en el trasfondo de esas almas. Un hombrón de cabello recortado y traje negro anotaba en una libreta los nombres de algunos asistentes, hábilmente disfrazado de periodista cuando en realidad era un agente del Servicio de Inteligencia.
Adentro la ceremonia se cumplió conforme al programa estipulado. Después de izarse la bandera y entonarse el Himno Nacional, el presidente del Coliseo se puso de pie en el estrado y pronunció el único discurso del acto ("No más de dos minutos, por favor, señor presidente"). En el primer párrafo dejó translucir el talento literario de su redactor privado:
"Egregios y plausibles hermanos y hermanas: Desde los arcanos insondables de nuestra inmarcesible historia, un hálito volátil y evanescente nos congrega en esta radiante efemérides, para mantener vivo el fulgor prístino e intangible de nuestro amor por la inmaculada belleza del arte." Los asistentes se pusieron de pie en la platea, los palcos y el paraíso al tiempo que coreaban el estribillo unánime de "¡Vivan nuestros padres, abuelos y tatarabuelos artistas!"
Todo se desarrollaba con normalidad. Habían pasado ya por el podio el Flaco Funes,
guitarrero de oído y escritor de panfletos clandestinos; Nabugana Kan, japonés bailarín de tangos; Pocho Valente, pintor de manchas con aerosol; Añurito Sumay, tocador de charango; Martinique Lafleur, tarotista de origen marsellés, y Cacho Garay, soplador de fuego por la boca, cuando ocurrió algo imprevisto.
Una explosión de petardos, bombas de estruendo y fuegos artifíciales estalló en la calle. Ruidos y luces coincidieron con la invasión en el teatro de unos mil murciélagos a todo volar, y la consiguiente confusión de músicos, pintores, recitadores, tenores y sopranos. Desmayos, gritos, ayes de dolor, improperios, hombres y mujeres pisoteados, guardianes y custodios sin saber qué hacer, convirtieron la velada en un campo de batalla. El presidente del Coliseo se descolgó con sus noventa años por debajo del estrado, el secretario extrajo de su chaleco una pastilla de valium y la engulló así no más sin agua. Algunos artistas o artesanos (no podría precisarlo) insuflaban sifones de soda al aire, otros sostenían a las mujeres desmayadas de susto. Dos oficiales de policía entraron a los pitazos para poner en fuga a los invasores y un sargento como gato acorralado probó suerte con dos disparos de pistola a los cielos. Una hora más tarde artistas y curiosos externos comentaban la vergonzante acometida de los quirópteros y expresaban sus diversas opiniones. El regocijo fue general entre los deportistas, quienes por instintiva precaución no dijeron esta boca es mía. .
Los dirigentes políticos de todos los partidos seguían minuto a minuto la pugna de artistas y deportistas para incorporarlos en sus listas electorales. El jefe del partido interesado por los artistas tenía anotados entre sus preferidos a los siguientes:
Baltasar Luna, poliglota, que cantaba La Marsellesa en griego antiguo y latín, e imitaba a la perfección los ladridos de los perros pequineses.
Ramón Hernández, escultor, por haber levantado en la playa un monumento en homenaje a los piratas del Caribe y que de paso enviaba luces indicativas del lugar exacto del contrabando a los narcotraficantes actuales. .
Heriberto Lunajero, poeta lírico, por haber redactado una Oda al Despelote, en versos endecasílabos, que se coreaba en los festivales al aire libre con gran aceptación de la juventud.
Antonio el Historiador, por haber hallado varios manuscritos en una antigua iglesia parroquial , en los cuales se revelaba que el verdadero fundador de la ciudad no era Álvaro Núñez de Vaca sino Álvaro Núñez de Toro.
El guitarrista Juan Nogales, por haberse sumergido con sus manos atadas con cadenas y una guitarra, y haber emergido del agua desatado y ejecutando una canción.
La locutora de televisión Malvina por haber ganado el certamen nacional de más palabras en menos tiempo, batiendo el récord mundial en castellano.
Los interesados en deportistas, anotaban también escrupulosamente las hazañas de sus preferidos para las listas electorales.
Encabezaba la serie en todos los casos la figura del Titán del Boxeo, que había resistido un pugilato de una hora y quince minutos con un oso pardo de trescientos kilos de peso importado de California. Aunque había resultado con cuatro costillas rotas en la demostración, si resultaba elegido en los comicios no habría inconveniente alguno en tomarle juramento en una silla de ruedas para lo cual se construiría una rampa especial.
Le seguía en las preferencias de los políticos el domador Prudencio "Macho" Funes, vencedor por tres años consecutivos del certamen nacional, algo más afortunado que el anterior, pues el equino lo había desmontado de su lomo sin destrabarlo del estribo premiándolo con un arrastre de dos vueltas para que conociera el sabor del polvo.
El nadador olímpico de cien metros estilo pecho, Antonio Bermejo, optó por demostrar sus maestrías en el muelle de la ciudad, ofreciendo fumar debajo del agua. Hizo la imposible hazaña sumergiéndose seis metros en una campana de cristal sostenida por una grúa y alimentada por dos caños de goma que le suministraban aire puro y le extraían el usado desde el muelle; el cigarrillo encendido había sido adherido al cristal de la campaña para los chupazos pertinentes. Uno de los políticos lo anotó en su lista, mientras que el otro pretendiente desestimó a Bermejo por haber empleado un cigarrillo extranjero en lugar de uno nacional.
Al cabo de varias semanas de concursos y demostraciones, las listas para los próximos comicios parlamentarios aparecieron pintadas, pegadas y colgadas en cuanto espacio libre había en la ciudad, postes, puertas y portones, hilos telegráficos, vehículos, árboles, incluso en los lomos de perros y gatos vagabundos. Los ciudadanos, ilustrados y deslustrados, no salían de su perplejidad. Fuera de los políticos, y de los aristas y deportistas que vieron sus nombres escritos, nadie sabía quiénes eran Francisca Luna, Rudecinda Barrioviejo, Anastasia Gómez (esposas y cuñadas de los políticos con nombres de soltera), Felipe Fernández (jardinero del caudillo), Claudio Estrada y Pedro Salcedo (cocinero y chófer respectivamente del gobernador). Nadie se percató de la ausencia de los nombres de don Bernardo Tussay y de don Francisco Beauvoir (premios Nóbel ), ni de los presidentes de las academias de Letras, de Medicina y de Ciencias. Comprendieron la inclusión del presidente de la Asociación del Fútbol y de la Asociación del Teatro.
Llegó por fin el ansiado domingo de las elecciones. Salvo varios robos de urnas, cambios de votos en oficinas postales, alteración de los telegramas, algunas bombas de estruendos, tres paros cardíacos y el parto de una embarazada en las colas de votación, el acto eleccionario fue calificado de cristalino y ejemplar. Siete muertes en distintas provincias fueron computadas como actos de homicidios pasionales, desvinculados de los comicios. Únicamente un periodista y un camarógrafo por país fueron admitidos, y ningún observador foráneo. Los primeros resultados oficiales del escrutinio se darían a conocer a las ocho de la noche, pero sólo se anunciaron a las cuatro de la madrugada, cuando los vecinos dormían. Al amanecer los candidatos supieron si el pueblo democrático los había votado para el Congreso
Los escogidos recibieron elogios, besos y abrazos de vecinos y amigos (no habían aparecido aún ni la peste de las vacas locas, ni la aviaria, ni la porcina ni los mosquitos del dengue). Sus lenguas estaban resecas y agrietadas por falta de uso y sólo pudieron hacerlo mediante gestos y ademanes, como ponerse la mano derecha sobre el corazón, levantar el pulgar hacia arriba como en el Coliseo romano para liberar a los gladiadores vencedores. Ninguno se pasó el índice por la garganta como en tiempos de Rozas, porque las fórmulas convenidas de los festejos era dos: "Ni vencedores ni vencidos" y "El único ganador es el pueblo."
Los nuevos diputados y senadores se apresuraron a dejarse crecer barbillas de intelectuales, quemar sus antiguas corbatas, diseñar vestimentas novedosas, ponerse anteojos de sabios, caminar dando la mano a sus seguidores, dar besos al aire, recibir cartas con pedidos de puestos, viviendas, pensiones graciables, abrazos a los párvulos de pecho, toques en las cabecitas infantiles, sin que faltara algún ateo que besara el suelo como el pontífice Juan Pablo II, con perdón sea dicho en su memoria.
Como todo lo que empieza ha de terminar, la puja cívica acabó, y la convivencia comenzó. Los elegidos prestarían juramento el 2l de septiembre, Día de la Primavera
para unos y otros, y Día de San Mateo, apóstol y evangelista según el santoral.
La Asamblea de incorporación de los electos se cumplió conforme al ceremonial establecido; bandera e himno, palabras del presidente y formación de comisiones internas. La más discutida fue la de presupuesto, clave en la administración de los fondos fiscales, para la que se propuso en un debate de dieciséis horas a Tintón Testaloca, campeón sudamericano de yoyó. Se objetó que no podía ser elegido para tan importantísima función pues no estaba aún definido si el yoyó era un arte o un deporte. En eso estaban los congresales, cuando un artista perdió la paciencia, sacó de entre sus ropas una bomba de humo y se la arrojó al presidente de la asamblea. Un deportista se desquitó con una bomba de mal olor, hasta que el recinto se convirtió en un gallinero invadido por un zorro: gallinas por el suelo patas arriba, pollitos asustados entre las alas de sus madres, el gallo patrón cacareando desde lo alto, huevos rotos, regueros de claras y de yemas por todo el piso, plumas flotando por el aire, combinadas con quiquiriquís y cocorocós sinfónicos.
El presidente de la Asamblea, desorientado, perplejo, confuso, vacilante e indeciso, sin tiempo suficiente para reflexionar sobre el suceso, extrajo de su bolso un panal de abejas, se cubrió la cabeza con una escafandra como si fuera a descender en la luna, golpeó con un palo la patria de las avispas y se tomó las de Villadiego.
Yo lo imito en mis fabulaciones. Punto y a otra cosa, que no me han dado vela en este entierro.