En la residencia del Presidente los vecinos notaban de noche la entrada y salida de furgonetas cerradas. Puesto que no podían acercarse a los altos muros y fisgonear por encima, ignoraban que se sacaban bultos acordelados, cajones de madera, algunos con la leyenda de frágil y la consabida copa de cristal impresa en los costados. El misterio era impenetrable y los curiosos se resignaban a no ser más que eso, simples curiosos insatisfechos. Los guardias armados controlaban el paso de los transeúntes y no permitían detenerse en las inmediaciones. Si hubieran podido hacerlo, habrían visto encendida la luz del escritorio privado del Presidente, y a través de la cortina de una ventana, la sombra movediza del primer magistrado leyendo papeles, revisando expedientes, rompiendo unos y quemando otros, sentándose y poniéndose de pie, revolviendo cajones.
En un país donde todo podía ser de otra manera, esta conducta no sorprendía a nadie. En el Río de Plata había naufragado por esos tiempos un barco procedente de Génova con un cargamento de mármol de Carrara, según se decía, aunque uno de los náufragos rescatados aseguraba que se trataba en realidad de una estatua colosal, alta como de veinte pesos pisos, del Presidente. Ningún tripulante, ni siquiera el propio capitán, sabía a quien representaba la efigie. Lo cierto era que se trataba de la estatua de un humano con el medio brazo rescatado. Las otras partes no se recuperarían jamás por la profundidad en que se encontraban y la falta de equipos técnicos. Las dos únicas expresas capaces de hacerlo, una noruega y otra norteamericana, no estaban dispuestas a efectuar esas operaciones, y se habían negado sin dar explicaciones de su negativa.
Pese al sigilo con que se manejaba el suceso, circularon por la ciudad varias fotografías clandestinas que los servicios de inteligencia extranjeros habían tomado en los talleres de escultor italiano, en las cuales se veía la cabeza del Presidente y un brazo de orador arengando al público. “Se me dio vuelta la tortilla –se dijo para sí el Presidente-, pero no le daré el gusto a los opositores. Del naufragio no se habla más aquí, y si quieren saber de quién era la estatua, que se lo pregunten a Gardel.”
Un día no se supo más del Presidente. De acuerdo con la versión de un espía extranjero había huido del país con rumbo desconocido. Algunas conjeturas lo daban por refugiado en un palacio de Bali, en Indonesia, al par que otras lo hacían avecindado en un lugar recóndito de Cuernavaca, México. Los fabuladores más imaginativos lo suponían instalado en un hotel de los fiordos noruegos pese a sus dolencias pulmonares, mientras que otros cazadores de reyes y presidentes huidos lo instalaban en un castillo
de Mónaco, paraíso sin extradición para fugitivos internacionales. Cada tanto algún espía denunciaba haberlo visto en determinada ciudad. Los persecutores fotográficos soñaban con capturarlo con sus cámaras telescópicas, para venderlas a un diario londinense que había ofrecido comprar media docena de placas auténticas por la suma de quinientos mil dólares.
Diga lo que se diga, el Presidente no las pasaba del todo bien, aterrado hasta los huesos como estaba. Una información daba cuenta de que había sido destrozado por una bomba en el aeropuerto de Nairobi, en Kenia, pero la noticia era desmentida al poco tiempo por otra que aseguraba haber sido detectada su presencia en una cantina del Mar Egeo embriagándose en una francachela de ricos y famosos. Los agentes de la Interpol objetaban con firmeza que uno de los cuerpos irreconocibles hallados entre los restos calcinados de un avión caído en El Cairo pudieran ser los del Presidente. Los bancos de Suiza se negaban a dar explicación alguna a la denuncia de que el Presidente tuviera una cuenta secreta bajo la clave 37ABX195, a menos que una orden judicial fuera extendida como sentencia final de un juicio previo. No obstante, los opositores políticos de su país insistían en que en esa caja secreta tenía depositados sus millones, monedas de oro y alhajas.
La CIA estadounidense no comentaba sus averiguaciones bajo el argumento de que sus funciones eran proteger al propio país y a sus ciudadanos, y no investigar a extranjeros. La estrategia del Presidente consistía en permanecer oculto durante diez años, al cabo de los cuales las leyes nacionales declaraban fallecidos a los desaparecidos y sus herederos podían reclamar sus derechos de sucesión. Si lograba no ser descubierto en ese lapso, estaba en condiciones de hacer presentarse con derecho a su fortuna a una hija natural radicada en Cataluña, y recuperar sus bienes. Sospechaba, y con razón, de que en todo paraíso de fugitivos, no uno sino varios agentes secretos, pululaban disimulados bajo la apariencia de porteros, mucamos, chóferes, mecánicos y mucamos, a la espera de capturarlo o de despacharlo al otro mundo.
Lo que más lo preocupaba era que un agente de alguno de los países desmembrados de la Unión Soviética lo localizara para apoderarse de sus bienes. Durante su presidencia, se había cuidado particularmente de intercambiar acuerdos secretos con presidentes de países afines, para asegurarse la protección en caso de huida, pero desconfiaba de su cumplimiento.
Se había enterado de que en un país asiático funcionaba una organización que ofrecía cursos y entrenamientos de desaparición exclusivos para reyes, presidentes y caudillos. Las informaciones filtradas no aclaraban el precio de esos servicios, pero podía inferírselo por un simple razonamiento: si en una organización similar rusa se cobraban 2.500.000 por llevarlo al espacio y darle de comer durante una semana, por enseñarle a salvar el pellejo el precio del servicio no podría ser inferior a los 10.000.000. El Presidente tenía reservados para gastos de ocultamiento más de esa cifra en su caja secreta en Suiza, pero no atrevía a usarla por temor a ser descubierto en el tránsito a ese país, que seguramente estaría infestada de espías.
Consultó entonces un antiguo manual de espionaje que usaba la Mossad judía, considerada la agencia de espionaje más eficiente del mundo, y en ella encontró poco o nada de utilidad porque casi todos los asuntos técnicos figuraban como “clasificados”, es decir, no disponibles para el público.
A los seis meses y medio, los diarios de todo el mundo anunciaban en primera página la muerte del Presidente desparecido en una catástrofe aérea en el aeródromo de Manila, Filipinas.
- ¿Pero cómo pueden ustedes asegurar que el cadáver carbonizado es el del Presidente rioplatense, si estaba irreconocible? –inquirió un periodista en la conferencia de prensa.
- Sobre el particular no hay duda alguna -respondió el oficial de relaciones públicas del lugar-. En uno de sus dedos llevaba un anillo con una inscripción grabada que lo identificaba por su nombre y el escudo de su país.
En el Río de la Plata se esfumó la incógnita y se dio por concluido el caso. Los titulares de la prensa extranjera pasaron a un nuevo escándalo, la estafa en una sucursal de un banco inglés en Hong Kong y la ruina de los ahorristas, con la que podría estar relacionado el Presidente.
Éste, oculto bajo la apariencia de un sembrador de arroz contratado en una plantación de Malasia, trabajaba de sol a sol por una retribución de esclavo, pero por el momento su situación estaba segura en la espera de los diez años estipulados por la ley.
Mas un nuevo suceso estremeció su tranquilidad. En su sección de último momento el diario Le Figaro de París publicó que el Presidente argentino no había muerto en el siniestro de Manila, pues había sido fotografiado con una cámara de larga distancia formando fila para entrar a un templo sintoísta en Kyoto, Japón. La fotografía mostraba a una persona idéntica al mismísimo presidente, con su cara de tigre dispuesto a dar el zarpazo, mirando al infinito por encima de los creyentes, formando fila para asistir al culto del emperador. La policía no había reparado en esa presencia, razón por la cual no pudo ser detenido e indagado.
A las pocas horas la noticia era tema de primera página en los diarios del mundo, y de primicias en la radio y la televisión. Sin embargo, ningún medio arriesgaba su opinión y todos se limitaban a estimular la controversia. ¿Sería trucada la fotografía, como es habitual hacerlo? ¿Sería una imagen deformada por las lentes de larga distancia? ¿Cómo era posible que una de las personas más buscadas del mundo pudiera haber pasado inadvertida a los cientos de sabuesos policiales que lo husmeaban por todas partes. En Buenos Aires el presidente sucedáneo no tuvo más remedio que ofrecer un premio de 100.000 dólares a quien proporcionara datos comprobables acerca de la incógnita. Se recibieron cientos de respuestas, pero todas fueron rechazadas por falta de credibilidad.
-¿Por qué no lo buscan en el propio país? –comentó en privado un policía internacional ¿Quién ha dicho que necesariamente deba estar en el extranjero?
La opinión pareció sensata. Al día siguiente legiones de rastreadores revisaban con perros, palmo a palmo, los bosques, zanjas, ríos, ciénagas y cuevas, sin resultado positivo.
-¿Y por qué no recurrimos a los adivinos? En el hemisferio norte los llaman “psíquicos” y son consultados por la policía. En algunos casos han descubierto cadáveres perdidos o han señalado al criminal.
Fue así como surgieron entrevistas primero con curanderos del Chaco, luego con santones y por último con adivinos brujos, que son tenidos por seres que transitan por ambos mundos en estado de trance. Un curandero de la región del Impenetrable se excusó diciendo que estaba muy viejo y sus poderes se habían debilitado; un adivino de Villa Crespo alegó que su videncia alcanzaba únicamente a los miembros de la colectividad judía y lamentablemente no podía ayudar en esta oportunidad. Prácticamente todos los santuarios fueron inspeccionados, sin resultados.
- Lástima que se haya muerto la Madre María. Ella sí que lo encontraría –expresó un lustrabotas.
- Para mí que Pancho Sierra hubiera sido mejor –opinó un vendedor de diarios.
Tres meses y quince días después los rastreos debieron darse por concluidos. Una nueva foto de larga distancia mostraba al Presidente acompañado de una damisela, bebiendo ambos sendas copas de whisky al borde de una piscina tropical. No faltó el comentario de un opositor: “Es que la cabra siempre tira al monte.”
Acabados los profetas locales, quedaron los extranjeros. Se pensó primero en consultar a instituciones por su mayor confiabilidad. La American Society of Conjectures contestó que sus conjeturas eran filosóficas y no biográficas, mientras que la Inspirational Foretelling Association lamentó no poder ocuparse del asunto por exceso de compromisos anteriores. Sugirió, como colaboración, recurrir a la vidente portuguesa Fernanda da Silva, con fama de santidad, residente en Coimbra, Portugal. “Si además de adivina es una mística, a lo mejor Dios le da una mano”, pensaron los investigadores y se refugiaron en esa esperanza. Sin dudarlo un instante, una delegación de policías y funcionarios de la cancillería tomó un avión y aterrizó a las doce horas en Coimbra. Los delegados fueron recibidos en el aeropuerto por colegas portugueses e instalados en el hotel principal, conforme lo estipulan las normas de ceremonial. La comitiva descansó ese día, y al siguiente, muy temprano, los delegados estaban frente a ella.
Fernanda se enteró del objetivo de la visita, pidió una fotografía del Presidente, le pasó su mano izquierda por la superficie, bajó la mirada, se concentró unos minutos, y comenzó a hablar:
- Veo a ese señor y detrás una torre metálica, sí, sí, es la Torre Eiffel de París, parece preocupado, mira a cada momento su reloj, está esperando a alguien…
- Siga, madrecita, siga…
- Un momento, qué curioso, al mismo tiempo lo veo frente al Moulin Rouge, reconozco las aspas iluminadas del cabaret ...
- Pero no puede ser, madrecita, en dos lugares al mismo tiempo…
- No sé qué decirles, pero eso es lo que yo veo.
Los investigadores agradecieron la visita, quisieron pagarle los servicios, a lo que ella replicó:
- Muchas gracias, señores, pero no cobro nada por mis videncias. Si lo hiciera, perdería mis poderes.
Reunidos en un café los visitantes discutieron las premoniciones de la adivina y convinieron en que no podían desecharlas. Agentes secretos disfrazados se instalarían en las inmediaciones de ambos lugares las veinticuatro horas del día, hasta que lograran alguna respuesta a la incógnita.
A los dieciséis días la patrulla de la Torre Eiffel comunicó por celular a la del cabaret Moulin Rouge que un hombre probablemente el Presidente, encubierto bajo un sombrero de ala ancha, bufanda, impermeable y anteojos oscuros, se desplazaba con un diario en su mano izquierda hacia un puente del río Sena.
- El nuestro también se ha puesto en marcha –replicó el otro policía-. Salimos de inmediato en su persecución.
A la media hora se encontraron los dos desaparecidos con los dos grupos de investigadores. Los captores separaron a los sospechosos y los interrogaron:
- Policías –dijo uno- ¿Quién es usted?
- El ex presidente argentino
El otro apresado, a la misma pregunta contestó:
- El que ustedes buscan, el ex presidente argentino.
Ambos personajes fueron llevados detenidos a una mansión no identificada en pleno centro de París, e interrogados por extenso. Evidentemente, uno de ellos o los dos mentían. Las indagatorias se repitieron cuatro veces cada día, en total veinte.
Cuando la paciencia de los investigadores estaba a punto de acabarse, uno de los sospechosos, “se quebró” y aclaró la situación:
- Está bien, yo soy el Presidente.
- ¿Y el otro?
- Es un doble a sueldo.
Las dos comisiones deliberaron reunidas durante un tiempo. Sabían que en definitiva el caso se esclarecería mediante los recursos científicos disponibles. Informado de inmediato, el gobierno argentino ordenó intervenir a su embajador, quien ordenó remitir a Buenos Aires al doble y liberar al auténtico.
- Usted será extraditado en secreto a Buenos Aires y puesto a disposición del gobierno. Una vez allí, se le entregarán 500.000 dólares por su colaboración, se le cambiará la identidad y se lo enviará sano y salvo a un país extranjero, del que no podrá salir con el compromiso de no hablar nunca más de este asunto.
- ¿Y el otro?
- No abra más la boca. Aquí los que preguntamos somos nosotros. Tiene media hora y ni un segundo más para decidir, sí o sí. ¿Entendido?
Los espías filipinos apostados en las inmediaciones de un banco suizo informaron a su gobierno que el Presidente había sido visto retirando sus fondos y alhajas del banco suizo acompañados por agentes de un país no identificado.
A la semana, los diarios de Buenos Aires daban cuenta de que el ex Presidente había sido encontrado ahogado en una ciénaga de Escocia y se había procedido a su inhumación en ese país. Nunca se supo quién retiró los fondos y las alhajas del banco suizo.