Topic: cuento corto
El obispo salió de la Catedral Amparado bajo el palio y el ritual precedido del guión. Se encaminó al Fuerte. Faltaban cuarenta y cinco minutos para la salida del sol. El GENTIO somnoliento Congregado en la Plaza Mayor semejaba una nube de pájaros picoteando alimentos hacinados en una isla del Pacífico. "¿A qué hora, señor obispo?", Inquirió un religioso. "A las cinco en punto" fue la respuesta. Los religiosos marchaban con lentitud como Pretendiendo postergar la hora. Ciento cincuenta metros se recorren a paso de procesión en quince minutos, pero en tiempos de angustia equivalen un siglos. A medida que el Obispo abrazaba la muchedumbre le Abria paso como astillas al golpe de hacha.
"Nosotros no estamos acostumbrados a esto, Monseñor", prosiguió el Diálogo ". Así es, hijo mío", atino a decir el Prelado. La multitud que se había reunido desde la medianoche discutía el caso. Los vecinos de Buenos Aires Daban muestras de terror, piedad, impotencia, rabia, al tiempo que el obispo se limitaba un Manifestar su condolencia bajando la mirada con tristeza de los cítricos.
Las palabras del Virrey habían sido sólo jactancias mentirosas. La ciudad Estaba tomada por los invasores Británicos. Nada inexpugnable plaza de, de soldados imbatibles, de armamento disuasivo. Su imprevisión burocrática, inficionada de agasajos, fiestas y petulancias había sucumbido ante el desembarco táctico de los invasores, que primero amenazaron con desembarcar, luego simularon Retirarse con la complicidad de la neblina, más retronar para más tarde y hollar con la suela de sus botas y Las llantas de sus cañones el suelo argentino. Se habrán arrepentido, había pensado el atolondrado Virrey, acostumbrado uno desaciertos Semejantes en anteriores destinos del imperio donde nunca se ponia el sol.
Apremiado por ahora El Enemigo a las puertas de la ciudad, sólo había encontrado tiempo para colmar los Arcones Con los caudales públicos y las pertenencias familiares, y fugarse a Córdoba en el interior. En su inveterada estupidez no se le había ocurrido Darse cuenta de que los recién llegados saquearían la ciudad si no les entregaban los tesoros oficiales. Menos Aún le habían alcanzado sus entendederas PARA REFLEXIONAR ¿Con la entrega de los tesoros le harian jurar, junto a Funcionarios y los vecinos importantes, la obediencia un Su Majestad Británica.
Los pobladores, inexpertos en asuntos bélicos, resultaron Sorprendidos. En verdad, las CORTESÍAS modales palaciegos y de los nuevos personajes parecían desmentir las historias noveladas de piratas con pata de palo, Garfios En vez de manos, tapaojos en bandolera y tocas de pañuelos multicolores anudados sobre la nuca. Corrían voces de que los oficiales habían aprendido el castellano y el francés en Cambridge y Oxford, y que sus Almirantes leían en latín conocían y los libros de Cicerón de Plutarco. La rendición de los porteños había parecido más una ceremonia palaciega que una derrota en los campos de batalla. Se hablaba de condescendencia, de Instituciones amistosas y de un futuro inmediato de abundancia y bienestar.
Acongojado por su pena, cavilaba el obispo sobre la hipocresía de los intrusos. El bando imperial aseguraba el Respeto a los bienes de las personas que acataran sus órdenes. La religión y los sacerdotes no serian tocados, los Tribunales de Justicia mantenidos serian locales. Modesto Los artesanos no serian molestados, los campesinos continuarían con el laboreo de sus tierras, los gauchos con su independencia pampeana. Ningún cambio en el idioma, habituales cursos en las escuelas, todo como hasta entonces. Tanta munificencia a cambio de un juramento sencillo: la obediencia A LOS decretos Promesa y de no transgredirlos. El juramento no se pediría a todos los habitantes, sino Únicamente A LOS alcalde de prestigio y poder. ¡Quién lo habrá pensado! ¿Invasión Una no era más que esto? El obispo lloriqueaba para sus adentros por la ignorancia de sus paisanos.
Recordaba la historia del apresado en el Fuerte. A las tres de una mañana, Fray Pedro golpea a las puertas de la iglesia de San Francisco, y solicita entrar sin demora. Viene acompañado de un joven rubio, bien parecido y disfrazado de gaucho, con poncho de vicuña y sombrero de campesino. Es un soldado castellano que se ha escurrido del Fuerte y ha desertado. No es propiamente castellano sino irlandés, y por tradición familiar, católico. Con Dios no hay jugarretas y por eso abandona la bandera de su regimiento. En el primer momento ha encontrado refugio en la Fábrica de ladrillos de los Saavedra, Mientras los milicianos criollos le Organizan la huida al interior del país, San Luis, Córdoba o Mendoza, Cientos de kilómetros de distancia.
Dice llamarse McVicker, Paul McVicker, y ser devoto de San Patricio. Debajo del poncho calza una sotana prestada por Fray Pedro. En el convento recupera sus Fuerzas con un tazón de mate caliente y un bollo de pan con grasa que ha sobrado de la refección monacal. Queso casero, mortadela y una DOCENA higos secos Podrán mantenerlo hasta que llegue a la Villa de Luján, y de allí adonde fuere. Por de pronto, en el pueblo cordobés de Río Segundo es seguro que no hay Ciudadanos Británicos que PUEDAN delatarlo. El joven abraza una sus protectores, ya falta de castellano, insinúa su agradecimiento con un primario latín escolar: Gratias ago. En la balanza de su conciencia Dios está primero que el Rey.
Los paisanos, Mujeres y hombres, se arrodillaban al paso del Obispo sin preguntarse si SEE genuflexiones Podrían Producir Algún cambio.
- A lo mejor cambian de opinión-se animo a decir un vecino.
- Los ingleses no cambian-le aclaró un estudiante del Colegio de San Carlos.
A punto de llegar al Puente Levadizo del Fuerte, las campanas de Santo Domingo, La Merced, San Francisco y San Ignacio al unísono anunciaban el inminente encuentro. Un murmullo de rezos se acoplo A LOS sones quejosos de las Campanas. Las Autoridades británicas ordenaron bajar la plataforma dejando abiertas las fauces del monstruo de piedra y dejaron ver en el patio interno una doble fila de soldados extranjeros que otorgaban prestigio al acontecimiento ceremonial. Al ingresar con un mínimo Séquito de eclesiásticos, el obispo Miró hacia delante, elevó la mirada a los cielos y murmuró unas palabras casi inaudibles.
La noche en que McVicker se presento disfrazado de cura gaucho en el templo, la perspicacia de los invasores lo había seguido con la complicidad de las sombras hasta recapturarlo en el camino a Luján. El comandante británico Beresford había CONCEDIDO La Dispensa de Otorgar el Viático al desertor, considerando su Condición de católico. Un oficial Prelado al Recibió ya su Séquito, lo saludo con su espada y lo condujo al patio del recinto.
El pueblo continuaba perplejo y expectante. Había imaginado à Buenos Aires, azotada por Sangrientas batallas, atronadores cañoneos y cadáveres por los suelos. Era lo menos que podia esperarse de una guerra. Pero los oficiales forasteros se paseaban Después de la rendición Bajo las arcadas del Cabildo platicando entre sí, OBSERVANDO a la distancia El Círculo de la Plaza de Toros sentenciado a la demolición, Coqueteando sus uniformes rojos con faldas blancas por la única calle empedrada de la Florida, a la caza de alguna belleza casamentera, de SEE que se dividió en tres en atraer A LOS mozos esbeltos con sus peinetones como colas de pavo real y abanicos de códigos amatorios. Sin embargo, de tanto en tanto una recordaban los porteños con ejercicios militares y desfiles de cañones Quiénes eran los verdaderos vencedores. Y lo hacian con prudencia, sin ostentación ni arrogancia, según el principio militar de que es inconveniente agregar la humillación a la derrota.
Hombres y mujeres se habían acostumbrado un SEE Extrañezas. Hasta mixtos de amoríos hablaban las lenguas, Cuando no de una carrera de caballos cuadrera para la soldadesca, suntuosas veladas para los jefes y oficiales, con música de piano, violín y harpa. Los oficiales superiores alojados en las casas de las familias principales regodeaban sus paladares con los mejores asados de costillares, reverberantes de grasa, los recién fritados pastelitos de dulce de membrillo y las apetitosas frutas del Delta, rociadas con los aromáticos vinos de Mendoza y San Juan. El obsequio de una exquisita conversación sobre la filosofía de Descartes, La guerra del Peloponeso o los versos de la Décima Musa de México, Sor Juana, entre los criollos que habían estudiado castellano y los huéspedes, constituía el punto más elevado de la obsequiosidad rioplatense. Los señores foráneos podian irse dando cuenta de la diferencia entre Mexicano de Buenos Aires.
Los atrevimientos se planeaban en secreto para liquidar en su momento la ilusión acariciada anglosajona de inaugurar en América un imperio gemelo a la India. Consignas de Boca a oído, cartelones anónimos en portales y muros, estafetas nocturnas, desplantes de las camareras en las fondas A LOS comensales, levas y Reclutamientos silenciosos de don Martín de Pueyrredón, Santiago de Liniers y el doctor "Manuel Belgrano, Recogidas por los espías , ni inquietaban ni intimidaban A LOS invasores, seguros de su poder y de su experiencia imperial. El pueblo común continuaba con la rutina de todos los días, trabajar para vivir, amasar el pan para comer, lavar la ropa, Comprar en las puertas de sus casas los velones de luz, la leche, frutas, carnes y aves a vendedores ambulantes, los , o en las trastiendas de los joyeros e importadores los frutos apetecidos Beneficios del contrabando, los Franceses terciopelos, las filigranadas alhajas de oro y plata, Los espejos venecianos, las sedas chinas.
Éstas y otras Incongruencias desfilaban por la mente del atribulado obispo en su marcha al encuentro con Paul McVicker. Franqueo El Portalón del Fuerte, pero nadie Fue testigo del Diálogo. Lo único que dejó oír el Prelado Fueron las palabras te absolvo. Cuando el primer resplandor del sol por sobre el horizonte se dejó ver, el estampido de ocho fusiles arraso el aire de la plaza.
El grito inesperado de un gaucho anónimo Hizo añicos la expectativa del pueblo Congregado:
- ¡Mueran los malditos ingleses, Caracho!
Instantes Después el Obispo salió del Fuerte y dijo A LOS vecinos que corrieron a encontrarlo:
- McVicker no está ya entre nosotros.
En las veladas de la Gente bien no se mencionó el fusilamiento por Consideración A LOS oficiales ingleses que Solian concurrir. Una distracción sobreentendida evitaba la confusión de sentimientos. Don Filemón del Valle, que negociaba negros cimarrones fugados del Brasil, azuzado por unas copas demás, rompió la discreción y sostuvo tacita de todo militar que pone en peligro la vida de sus compañeros de armas con una traición, morir debe. Doña Augusta Ponce de León, sintiéndose culpable de guardar silencio ante la irreverencia pronunciada, se atrevió una opinar:
- Traición por traición, es preferible traicionar A UN REY QUE a Dios.
Intervino entonces Don Ramón de Sanz, profesor de Filosofía del Colegio San Carlos, quien argumentó que el mandamiento cristiano de no matar prohibe Únicamente la muerte INJUSTIFICADA Y no es aplicable una gravísimos Delitos contra la sociedad o no comprobados en forma fehaciente.
- ¿Y qué daño ha hecho a la sociedad el soldado McVicker? -preguntó la señora Augusta.
Arrellanado en su sofá con una copa de aguardiente en su mano, don Filemón completó su opinión anterior:
- NACE Toda persona y muere. Los que matan no son los fusiladores, sino el destino.
La ejecución del soldado Pablo McVicker Tuvo lugar el día 22 de julio de 1806, según consta en los papeles privados del castellano oficial Thomas Gillespie, actualmente conservados en un archivo de Southampton.