Topic: cuento corto
Ahora me llamo Eustaquio Zipacná. Por lo menos así me anotó en el libro el jefe del pueblo cuando no pudo traducir mi apellido, por más de que eso de Eustaquio, español, no encaja mucho que digamos con lo de Zipacná, maya. En mi pueblo de Nakum me dicen simplemente Zipacná, y con eso me basta. A mi padre lo llamaban Bacah, al padre de mi padre Behelé y a mi bisabuelo lo nombraban Tzumum. No sigo para arriba porque no recuerdo el nombre de mis otros antepasados, que deben de ser entre cincuenta y doscientos, si no más.
Anduvieron por la selva y las montañas, de aquí para allá, buscando alimento para vivir. De algunos lugares recuerdo sus obras, el palacio de Palenque con su torre cuadrada de cuatro pisos, el patio del Juego de la Pelota en Copán, el Cuadrángulo de las Monjas de Uxmal, el Templo de los Guerreros de Chichén Itzá, los frescos de Bonampak. Mis vecinos los recuerdan y tienen fotos, pero yo los he visto en persona. Todavía guardo en mi casa una máscara de jade que recogí en Uaxactum y una estatuilla de Tabasco. De vez en cuando veo estos nombres y fotografías en la propagandas, me vienen lágrimas a los ojos, porque yo viví en esos sitios. Pero aprieto los párpados y no las dejo salir.
Los turistas extranjeros se quedan asombrados cuando miran esas ruinas y aprovechan para tomarles fotos de colores. No pueden comprender cómo los de mi raza fueron capaces de esculpir sin hierro esos monumentos, pero yo sí porque también fui albañil. Pero no les explico nada. Ya que se jactan de saberlo todo, que lo averigüen si pueden. Ni siquiera tienen idea de otras ciudades que están enterradas bajo tierra. Y no hablemos de las que están tapadas la selva.
Le sigo contando. Mi abuelo había nacido en una aldea cerquita de donde está ahora Muchaquitá. Sembraba maíz como los demás y cazaba venados. El viejito y yo nos enfermamos una vez de viruela. Por eso tengo estas marcas en la cara. De mi decían los vecinos que moriría sin remedio porque estaba muy débil, pero el que se murió fue el abuelo. El pobre era tartamudo, pero muy buena persona. A los pocos años me mordió una cascabel. La pierna se me hinchó, la carne se puso morada y comenzó a ponerse fea. Dos veces por día me limpiaban la herida con agua del pozo sagrado y me soplaban humo de granos de copal quemados. Me curé, mi amigo, y aquí me tiene como si nada hubiera pasado. En la aldea todos danzaron haciendo sonar los tambores y flautas. Una parte de los bailarines gritaba: "¡El cielo y la tierra están con Zipacná!", y la otra contestaba "¡Así sea!" Una nube de avispones apareció a la mañana siguiente para indicar que los dioses nos habían escuchado.
A otro de mis antepasados que se llamaba Lech lo mataron hará como quinientos años unos señores blancos con barba que llegaron en una casa flotante desde el oriente y desembarcaron como lo habían dicho nuestros adivinos: "Vendrán y seremos vencidos. ¡Pobres de nosotros!" Así fueron las cosas. Yo no me daba cuenta de lo que pasaba con esos monstruos cubiertos de hierro hasta las cabezas. Traían unas cuchillas largas que cortaban las flechas en el aire y unos tubos que escupían fuego y sonaban como truenos. Después supe que eran soldados españoles que veían a conquistarnos. Primero los creímos dioses, hasta que aprendimos que lo de arriba eran hombres y lo de abajo caballos.
Los matamos a montones. Caían atravesados por las lanzas y las flechas, gritaban de dolor y les salían chorros de sangre como a nosotros. Les perdimos el miedo y los peleamos a muerte. Ensartábamos sus cabezas en la punta de palos enterrados o las colgábamos de las ramas de los árboles. Cuando pasaban por delante y las veían, lloraban y se ponían más furiosos. Yo mismo alcancé a matar una docena. Pero no pudimos al final vencerlos. Nos colgaron, nos ahogaron en los ríos, nos sacaron las tripas de cuchilladas y hasta nos hicieron devorar por perros hambrientos. Terminamos por rendirnos y convertirnos en sus sirvientes.
No sé porqué, pero nuestros dioses nos dejaron solos, a pesar de que siempre les construimos templos, les ofrecimos sacrificios y mantuvimos a sus sacerdotes. No nos ayudaron. Poco a poco fuimos dándonos cuenta de que algo pasaba entre ellos y nuestro pueblo y probamos entonces con el dios de los invasores, que estaba clavado en una cruz y con una corona de espinas.
Sus ministros nos trataron mejor. Se suprimieron los sacrificios, nos defendieron de sus propios hermanos cuando se propasaban, pero siguió faltándonos el agua para regar, los volcanes continuaron brotando fuego y piedras, y los terremotos derrumbando nuestras casas. No pudimos salir de la miseria, y nos acostumbramos a ser lo que somos. Pero eso ya pasó. Nos ha tocado cargar con la desgracia encima y no sabemos si alguna vez acabará. Yo me hice cristiano y aquí me tienen. Aprendí el Padrenuestro, llevo colgado de mi cuello un crucifijo, pero de vez en cuando me hago una escapadita para rezarles a mis primeros dioses en una cueva. Algo mejor estamos, pero los ministros cristianos dicen que el dinero no alcanza, que somos muchos y que los maestros y médicos no quieren venir a vivir entre nosotros.
El alcalde del pueblo es tan mentiroso que no podemos esperar nada de él. Antes de las elecciones nos promete tierra y trabajo, pero una vez que se sienta en el sillón del ayuntamiento, se llena los bolsillos y ser olvida de nosotros. Si protestamos, nos recibe en delegación, habla hasta por los codos de justicia y nos despide con un abrazo y un apretón de manos. Al día siguiente todo sigue igualito como antes, y guay de encabritarse, porque lo hace aporrear por la policía y lo mete preso. El cura Eufemio nos defiende, pero a él también lo manda al calabozo ni bien abre la boca. Lo malo es que cuando queremos vengarnos, el padrecito nos sale con eso de que el hombre nunca debe matar. Así funciona la cosa, siempre perdemos. Mi hermano de raza Chetubal me decía:
- ¿Y cómo sabe usted tantas cosas antiguas? Debe de haber leído mucho.
- No crea -le contesté- No sé leer ni escribir. Pero en tantos años, algo ha aprendido.
- Disculpe, hermano Zipacná. Eso no puede ser. Usted habla de siglos como si fueran meses. ¿Cuántos años tiene? Muy viejo no se ve, que digamos.
- No sé, pero son muchos. No llevo la cuenta, vivo no más - le contesté-. Y como lo vi muy interesado continué mi relato.
- Una vez, hará unos quince años, fui a visitar al padre Eufemio para hacerle una pregunta. Era el más instruido del pueblo y bastante amigo mío. Llovía y no se veía un alma en las calles. Me recibió con un abrazo y me ofreció un cacao humeante y tortillas de maíz para calentar el cuerpo. Serían como las siete de la tarde, y no tocó el tema de la religión quizás porque sabía que yo no iba a misa y rezaba a escondidas a los primeros dioses.
En medio de la plática le pregunté como al pasar cuántos años tiene que vivir una persona. Me dijo que alrededor de sesenta o un poco más, aunque en la Biblia está escrito que Noé vivió novecientos.
- Entonces yo le gano, porque he vivido más.
- ¿Más de novecientos, Zipacná? ¿Se puede saber cuántos?
- No lo sé exactamente, pero hasta donde me acuerdo, unos mil setecientos, padre Eufemio.
- Bueno, son algo mucho, ¿no le parece?
Pensaría que estaba borracho o loco. Otras veces me había pasado lo mismo. Cuando en una ocasión dije que yo había visto al conquistador Montejo en una expedición a Yucatán y que había trabajado para él como cargador de leña, todos se largaron a reír.
-Menos mal que no lo embarcaron a España con él por ladrón.
Por eso me he hecho la promesa de no mencionar nunca más mi edad y cerrar la boca. Ya me está fastidiando esta vejez interminable. Si la gente supiera que siempre he sido igual y no envejezco con los años, me meterían en un loquero. El mes pasado, sin ir más lejos, apareció en la puerta de mi choza un periodista acompañado de una joven con una cámara de televisión al hombro. Le habían llegado rumores de que era el hombre más viejo del pueblo y quería hacerme una entrevista. Yo no quise recibirlo para evitarme problemas, pero el alcalde me ordenó hacerlo porque dijo que así vendrían más turistas y era negocio para todos. No tuve más remedio que recibirlo.
Me hizo varias preguntas. Algunas le contesté y otras no.
- Entiendo que usted no tiene descendientes, señor Zipacná. ¿Podría decirnos a qué se debe?
- Es que cuando yo trabajaba para el adelantado Montejo, mi esposa tropezó con una piedra y se cayó a un abismo. Desde entonces soy viudo y no pienso cambiar de estado.
- ¿El adelantado Montejo, dice? Si no me falla la memoria eso ocurrió en 1536.
De inmediato comprendí que había hablado demás y me corregí:
- Es una broma, señor periodista. Se lo dije para ver qué cara ponía. No estuve nunca casado.
- ¿Y algún hijo...natural dijéramos?
- Bueno, eso no lo sé. Usted sabe cómo son estas cosas de los amores.
- ¿Tiene algún recuerdo importante que contar? Se lo agradecería muchísimo.
Me vino a la memoria uno de hace trescientos años y se lo conté como si fuera de estos tiempos. El hombre era Pancho Villa, pero no se lo mencioné.
-Tener tengo muchos, como toda persona vieja. Le cuento uno. Había un general al que le gustaban las mujeres. Tres veces por semana decía al levantarse: "Tráiganme mujeres, muchas mujeres. Pero que sean de caderas gordas, bien grandes." En una oportunidad salieron sus servidores y rebuscaron por todos lados. Pero como todos sabemos, por estos lados nuestras hermanas son flacuchas. El general las examinó una por una y las encontró inservibles. Enfurecido, las despachó a sus casas y estuvo a punto de colgar a uno de un árbol. "Los jefes no se han hecho para engendrar raquíticos -le reprochó a gritos- La Patria no progresa así."
El periodista y la camarógrafa se esforzaron por sonsacarme la verdad de mi vida, pero tuvieron que conformarse con lo poco que les conté. Sólo les dije que no he conocido el asma ni la neumonía, los tumores, los vómitos de sangre, ni el paludismo; que como de todo y no me ha dolido nunca el hígado; que cuando me siento mal quemo incienso de nopal y de tabaco a la diosa Ixchel de la salud, y que cuando me agarra algún sofocón, hago hervir restos de vampiro soltero. El periodista y su asistente creyeron que me burlaba de ellos y no pudieron ocultar su fastidio. Me acorralaron entonces con otra pregunta:
- ¿Cuál fue el momento más feliz de su vida?
- Ninguno -les dije.
- Entonces, usted no conoce la felicidad.
- En realidad, no sé que es eso. Vivo y nada más.
¿Por qué habré vivido tanto?, me he preguntado algunas veces. Estoy como estancado, con la misma cara de siempre; no he engordado ni enflaquecido un kilo. No me crecen los cabellos ni las uñas. Tuve algunos accidentes, eso sí. Me quebré una costilla al desbarrancarme de un peñol; casi me ahogo en una creciente del Usumacinta y me quemé las plantas de los pies al pisar por descuido la lava de un volcán.
Cuando estoy mucho tiempo en el mismo pueblo y la gente no me ve envejecer, empiezan los comentarios y me miran como al diablo. Entonces desaparezco una noche y busco otra aldea donde quedarme. Propiamente no entiendo qué pasa conmigo. Me siento cnsado y cualquier cosa que suceda ya la he visto antes. Alguna vez pensé en suicidarme para acabar con esta situación, pero siempre me faltó el coraje. Busqué también a alguien que me hiciera el favor de matarme, pero nadie quiso prestarse.
Un día hablé en secreto con el adivino Ah Tok que vivía en una enramada y le pregunté por qué no moría. Se limitó a contestarme que no me preocupara y dejara el asunto así como estaba. No pude arrancarle otras palabras de su boca. Y aquí estoy, como una estrella solitaria en el cielo.
- Entonces -me replicó el periodista-, usted es inmortal, señor Zipacná.
- Podría ser. Por ahora lo único que puedo decirle es que no he muerto todavía y ten dré que seguir esperando para saber si lo soy o no.