EL FILTRO
El intendente de la ciudad de Buenos Aires, la ponderada Atenas del Plata del siglo pasado, es un hombre elegido en democrática vocación. Elegido sí, pero por error de sus camaradas de partido que lo seleccionaron confundiéndolo con otro avispado afiliado de su mismo nombre y apellido. Los votantes lo consagraron porque la lista de candidatos no se discutía. Hasta su nombre lo escribía con transgresiones ortográficas. Ponía Marti donde debía escribir Martí, con acento. No se avergonzaba de ser bobo, porque como bobo que era no se daba cuenta de serlo.
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Debo confesar que vacilo entre varios sinónimos para calificarlo, porque no soy propenso a la ofensa y respeto al prójimo como a mí mismo, obediente al catecismo dominical que nos enseña que todos somos iguales, hermanos digamos, hijos de un mismo Creador. Podría haberlo reputado de mentecato, lelo, majadero o pazguato, pero esas palabras me sonaban a reliquias y panderetas sevillanas y mi personaje apenas si sonaba un pito y esto con dificultad. Estólido y necio eran adjetivos demasiado académicos y están envejecidos. Insensato implicaba favorecerlo porque ser carente de sentido no es lo mismo que ser bobo. Si lo llamaba simple los lectores podrían confundirlo con sencillo, y pensarlo un hombre humilde, bonachón, modesto.
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Me quedaban en el diccionario bobo, tonto y estúpido , que vienen a ser lo mismo, pero menos grave me pareció la primera. En cualquier opción, no debo dejar de reconocer que su nivel intelectual no lo pondría alegre a ningún psicólogo ni a ningún historiador del país. Adjudíquele usted el que quiera.
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Indudablemente no es como yo, un pobrecito vecino del barrio, que barre de mañana la acera, va al supermercado a comprar las vituallas diarias más baratas, chismea de cuando en cuando con algún vecino, ayuda a su mujer a cocinar y mira televisión con un vaso de vino en la mano si el presupuesto le da permiso.
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Ninguna calle en la urbe lleva mi apellido ni he sido premiado con una medalla de oro por alguna especialidad cultural de actualidad, como haber triunfado en una carrera de embolsados, por ejemplo, o distraer los domingos en una plaza a los niños sin techo echando fuego por la boca o arrojando bolos al aire. Tampoco ni nombre está inscrito en la lista de espera de honorables futuros, por mis ideas liberales. Por ahora no soy campeón de nada, pero quién le dice, de pronto un concejal que pretende mi voto para su reelección me postula como candidato al premio de limpieza urbana por sacar a pasear mi perrita con una escobilla, una palita y un balde. Nunca se sabe.
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Esta omisión no me inquieta ni me quita el sueño, ya que hasta ahora hay anotados en la lista de espera ciento tres vecinos. Los candidatos con mayores probabilidades son tres goleadores de fútbol; un entrenador del zoológico para que los guanacos no escupan a los visitantes, un fabricante de pizzas por su fórmula para ahorrar orégano, dos piqueteros especialistas en el bloqueo de calles y encendido de neumáticos, un cantautor de protestas y lloriqueos; quince muchachos del rock vociferadores y simiescos, con peinados coloridos que crecen para arriba y tatuajes en sus cuerpos, y un poeta de murgas carnavalescas en lenguaje popular, cuyos textos no me animo a transcribir pues no comulgo con la obscenidad.
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El caso es que alguien le susurró al oído al intendente que mucha gente se quejaba del peligro de permitir la proliferación del mal gusto en la ciudad arriesgándose a perder las próximas elecciones. Aceptó la advertencia el tal Martí y analizó varios proyectos que le ofrecieron sus asesores. No lo convenció ninguna de las
propuestas. Aumentar las horas de clase de los niños resultaría impopular entre los padres y los hoteleros, los primeros porque tendrían que trabajar más horas en ayudar a los párvulos a hacer sus tareas escolares, y los segundos debido a que los hoteles y lugares de veraneo disminuirían sus clientes. Más valía hotel completo que niño culto. Obsequiarles libros gratuitamente resultaba muy oneroso y de todos modos, en los desfiles escolares el público sólo puede ver la blancura de los guardapolvos y no la cantidad de ideas del cerebro.
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Podría recurrir a los llamados medios de comunicación, aumentando el número de programas educativos, suprimiendo las escenas de desnudo de la publicidad, restringiendo el tiempo dedicado al ofrecimiento de cosméticos que revitalizan la piel, yogures que alargan la vida y aportan calcio, hierro y todo el abecedario de vitaminas, aparatos de gimnasia que lo hacen todo y mueven los músculos del cuerpo humano reduciendo la obesidad abdominal mientras el cliente descansa, utensilios domésticos que hacen la comida automáticamente, limpian los pisos, enceran y matan los microbios del perro al tiempo que el ama de casa escucha una novela. Pero ni pensarlo. Los industriales escandalizarían la ciudad, no pagarían los impuestos y apelarían a la Comisión Interamericana de Prensa por la falta de libertad.
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Lo sedujo la proposición de su quinto secretario privado, un mocito algo leído y escribido, que formaba sus opiniones íntimas en las pantallas de la CNN en inglés. Según un anuncio de la mencionada emisora, en Suecia, país del primer mundo industrializado, un profesor de la Universidad de Upsala, que no se hacía el sueco en cuestiones de ciencia, había creado un prototipo de aparato culturalizador de última generación, especialmente adaptado a las necesidades de la globalización. Una magnífica oportunidad para instalar el primero en Buenos Aires y recuperar la primacía entre los países del tercer mundo. Su inventor lo ofrecía en el mercado bajo el eslogan de “Recupere el tiempo perdido. Venga con su país como es, y lo dejaremos como debe ser”.
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Dicho y hecho. Ordenó hacer venir al experto de Suecia y le encomendó la construcción del sistema culturalizador en Buenos Aires. El inventor requirió el pago anticipado de un cincuenta por ciento del equipo a construir, comida y alojamiento en una quinta de recreo en Lomas de Zamora para treinta ayudantes, residencia y tres galpones con aire acondicionado, sauna, cancha de tenis, y sala para distracción nocturna, amén de viáticos, sueldos y un estipendio mensual para su secretaria privada y traductora. La votación próxima era más importante que los gastos que debía sufragar la intendencia, de manera que los concejales aprobaron por unanimidad la contratación de los servicios requeridos, ordenaron pagar reteniendo para ellos un veinte por ciento del importe total por su patriotismo y cursaron a Upsala los telegramas y fondos pedidos.
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El susodicho intendente anunció con bombos y platillos en cuanta tribuna hablaba la restauración de la urbe, que en adelante dejaría de llamarse la Reina del Plata para ser la Capital de la Cultura Sudamericana. La comisión de genios suecos llegó una noche y fue recibida por el intendente y su cohorte de funcionarios y asesores. El sueco inventor era un cabezón de pelo blanco despeinado, anteojos para playa, cuerpo de levantador de pesas, mejillas enrojecidas por el alcohol, que se expresaba mitad por señas y gestos y la otra mitad con palabras del inglés, el francés y español mexicanizado, amén de algunos porteñismos de alabanza aprendidos de urgencia: macanudo, fenómeno, chau. La comisión de recepción fingía no oír los dislates del recién llegado, y el intendente se aguantó que lo llamara che en vez de usted, y el secretario de finanzas disimuló con una sonrisa forzada que lo tratara por su notoria juventud de pibe en lugar de señor.
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- Bienvenido a esta ciudad, ilustre señor Halmstad
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–lo saludó el porteño.
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-Más bienvenido sea che
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–respondió ceremonioso el escandinavo en su cuarto de lengua.
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La ilustrada treintena de huéspedes se encerró en las instalaciones preparadas y comenzó en reserva sus trabajos, protegida por una cerca de madera plantada a propósito. Día a día entraban al recinto custodiado por guardias armados camiones con metales, materiales eléctricos y electrónicos, aparatos de medición y otras mercancías necesarias, en abundancia tal, que únicamente eran superadas por las de langosta chilena, pulpos gallegos, bananas ecuatorianas, cocos haitianos, champán francés, vodka ruso, vino lombardo, agua embotellada norteamericana, y otros productos alimentarios procedentes de los países que integran las Naciones Unidas.
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El pueblo curioso merodeaba día y noche el lugar, al lado de los periodistas de la televisión, tratando de husmear alguna primicia. Si sonaba una sirena, para algunos era indicio de que cesaba la jornada de trabajo, mientras que para otros era una alarma porque algo estaba por explotar. Cualquier grito humano era presagio de un motín interno, cualquier borrachera nocturna se interpretaba como un disturbio por la falta de pago o una orgía improvisada con visitantes encubiertas, en fin, ya se sabe que no hay como la falta de noticias para generar rumores.
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El intendente hacía concurrir dos veces por semana al sabio Halmstadt, lo agasajaba con una cena privada y conversaba sobre el proyecto:
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- ¿Todo bien, míster Halmstadt?
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-lo inquiría, sin saber que un míster debe ser norteamericano y no sueco.
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- Muy bien, Su Excelencia –respondía el genio.
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- Me alegro mucho, my friend
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–le contestaba en inglés, por consejo de un asesor
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-.El día de la inauguración se aproxima y debo cumplir con mi pueblo. ¿Me podría adelantar algunos detalles de la obra? Estoy ansioso por decirle algo a los vecinos. Los periodistas no me dejan en paz si no les digo algo.
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-Excuse me, che. Más adelante se lo diré. ¿O no confía en mí? Dígales que los suecos no mentimos y sabemos lo que hacemos. No es un atomic projec y no explotará. That’s enough. En su momento lo sabrán.
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A todo esto el intendente Martí no soportaba más la ansiedad por tener detalles de la obra, insistió ante don Halmstadt y pudo visitar de incógnito la preparación del fabuloso aparato. De poco le sirvió la inspección, porque como no distinguía entre una perforadora y una prensa, se quedó en ayunas, dándose por satisfecho para disimular.
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La expectativa creada en la opinión pública crecía día a día, al punto que el intendente, para librarse de los llamados periodistas de investigación con sus cámaras ocultas, no tuvo más remedio que internarse en la clínica de un amigo y hacerse operar de una apendicitis fingida. Sin embargo, el periodismo no cejaba y las elecciones se acercaban. Inventó un viaje a Montevideo con el pretexto de tratar asuntos de interés común a ambas ciudades hermanas, obligó a su hija a casarse con un amigo carioca y poder asistir a las bodas en el Brasil, se hizo practicar un chequeo médico completo en Miami, y así ganó cuatro meses de tiempo.
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Pero como todo lo que empieza termina alguna vez, don Halmstadt lo sorprendió una mañana con la noticia de que el equipo estaba terminado y le indicara el sitio dónde instalarlo. El asunto requirió una sesión de urgencia de la cúpula gobernante. El sitio debía ser histórico y amplio. Se descartó el Hipódromo porque los turfistas lo ocupaban todos los días de la semana, día y noche, con carreras hípicas, sin contar con que el presidente de la institución era opositor y podía aprovechar la ocasión para infiltrar su figura como patrocinante. La zona aristocrática de Puerto Madero estaba colmada ya de restaurantes, cabarets y casinos, y los parroquianos embelesados con el atractivo de las comilonas no cambiarían un menú japonés por un filtro. En el barrio de Mataderos había lugar, pero estaba alejado del centro y su historia de gauchos reseros, matarifes y payadores, no condecía con la modernidad del invento.
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- - No nos queda entonces más que la Plaza de Mayo. Es la plaza de los grandes acontecimientos del país -argumentó el intendente Martí.
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- Pero ya hay hay allí una estatua y la Pirámide desde la época de la proclamación de la libertad -arguyó otro secretario que recordaba la Revolución de Mayo de la escuela primaria.
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- Las corremos de lugar, colocamos el equipo y a otra cosa. ¿Qué le hace una mancha más al tigre? Como dice el refrán, “Donde comen dos, comen tres”.
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- Excelente idea, señor intendente –concluyó un tercer asesor.
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- El equipo se instaló en horas nocturnas, sin la presencia de curiosos y las instalaciones se taparon con arpillera como una torre de petróleo en California. En la parte delantera se levantó un tablado, donde se hicieron presentes para la inauguración el presidente, sus ministros, el intendente y su corte de funcionarios. Unos y otros lucían espléndidos dentro de sus respectivas vestimentas, tachonadas de condecoraciones y demás atributos de sus investiduras, una especie de coronación imperial, prestigiada por la concurrencia de embajadores, prelados y gente de uniforme.
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Una trompeta llamó a silencio a los presentes, la sirena de una autobomba de bomberos hizo coro al sonido del estridente metal, se abrieron las jaulas de trescientas palomas de paz, los pájaros elevaron su vuelo revoloteando sus alas teñidas de los colores patrios, hasta que estelas de cohetes luminosos anunciaron el descubrimiento de las instalaciones construidas. Los circunstantes lanzaron al unísono una oleada de interjecciones de sorpresa, pasmados de sorpresa por el curioso ensamblaje de torres metálicas, andamios, reflectores, bocinas, aspersorios de vapores olorosos, antenas parabólicas apuntadas a los cuatro rumbos de la atmósfera, y bocinas que hacían vibrar los tímpanos. Observado desde la lejanía el complejo, se veía un poco más pequeña que una torre de lanzamiento de cabo Kennedy. ¿Para qué servirían tan diversos instrumentos? ¿Cómo operarían en el espacio para obtener la transformación de la cultura argentina? Habría que esperar hasta las doce en punto de la noche para que el prodigio comenzara a producirse.
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El presidente pronunció el discurso inaugural con las elocuentes palabras escritas por un anónimo periodista a sueldo. “Por fin para nuestro amado, querido y nunca bien reconocido país, sin alardes triunfalistas ni alabanzas ajenas a nuestro humilde modo de ser, y con la presencia de este abnegado e inteligente pueblo que nos acompaña, tengo el honor de inaugurar y entregar al asombro del mundo, estas instalaciones productoras de la cultura que merecíamos, y que habrá de ayudarnos en la insobornable vocación de grandeza que nos legaron nuestros mayores”, dijo el presidente al comenzar. El intendente calificó a la obra de “monumental, ciclópea, bárbara, grandiosa, fenomenal” y la comparó a las pirámides egipcias y a los jardines colgantes de Babilonia, según iba leyendo el texto que le habían preparado. A cada párrafo enfático, un ayudante disimulado en el gentío de la plataforma hacía una señal con su mano, y una banda de partidarios del público hacía sonar una veintena de tambores que servían de telón de fondo a los aplausos convenidos.
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El intendente Martí anunció que a partir de la medianoche el equipo se pondría en funcionamiento y cada ciudadano podría experimentar en su hogar los beneficios del nuevo sistema. Pidió a la muchedumbre retirarse tranquila y confiada a sus hogares, se montó en un helicóptero con el primer magistrado y desapareció en el horizonte.
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El sol declinó en el horizonte, la Plaza de Mayo se cubrió con un manto de sombra a la espera de los sucesos, y los vecinos se reunieron en sus hogares, en las sedes del partido oficialista y en los cafés cibernéticos. La ciudad se convirtió en un hervidero de comentarios, rumores y conjeturas por todos los lados. ¿Habría llegado la gloria que los patricios fundadores de la patria nos habían prometido? Casi dos siglos había demorado ya el advenimiento esperado, y aunque la bobería del intendente Martí no alcanzaba seguramente para realizarla, quizás el Señor de las Alturas hubiera decidido darnos una mano con sus ángeles protectores.
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Las cosas comenzaron a suceder a la hora anunciada. Las pantallas de los televisores se ponían en negro y enmudecían automáticamente cuando aparecían escenas eróticas, lo mismo que cuando un político hablaba en público o un periodista mostraba niños famélicos y desnutridos. Al aparecer en la pantalla un delegado del Fondo Monetario
Internacional opinando con dogmatismo científico que la deuda pública debía pagarse porque de lo contrario sufriríamos mucho, la negrura y el silencio se apoderaban nuevamente de la pantalla chica. Durante toda esa noche y los dos días siguientes, desaparecieron los programas del intendente dialogando con el conductor, rodeado de sus hijos y de su silenciosa esposa con los párpados caídos como santa medieval. En esos días no se vieron más misiles cruceros, bombardeos nocturnos con precisión milimétrica, financistas fraudulentos de la bolsa de Nueva York, desfiles de jóvenes casi desnudas en la pasarela de un modisto europeo, fuegos artificiales del año nuevo en Tokio, declaraciones de un futbolista que había tenido una torcedura de tobillo o de un basquetbolista detenido por eludir el pago de impuestos.
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En los diarios y revistas las noticias sensacionalistas y escabrosas aparecían sustituidas por cuadros negros, y en los noticiarios de radio eran interferidas por zumbidos, mientras las palabras obscenas se encubrían con silencios. Tan sorprendentes como estos cambios fue la infección de un virus selectivo que empezó a aparecer en Internet. Se lo denominaba virus Séneca 34X , acaso por alusión al moralista latino y se caracterizaba por transformar las letras en números como tablas de logaritmos que no admitían lectura alguna. Las noticias falsas, las propagandísticas, las engañosas y las desvergonzadas eran reemplazadas por series de signos
incomprensibles. Así por ejemplo, presidente se transcribía 6?*<>””#%$, y sabio por 00000, acaso porque no existía ninguno en la ciudad y sus alrededores.
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Las asambleas políticas no salían al aire, ni los vuelcos de ómnibus ni los choques de automóviles. Tampoco los asesinatos ni los suicidios. Los nombres propios de dirigentes, gremialistas y piqueteros habían sido borrados de la memoria de la torre y de los diccionarios históricos. .
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Mas grave aún que los virus comunicativos fueron los virus biológicos que perfeccionaban la tarea de depuración. Como en un campo de guerra moderna, esos virus eran selectivos y afectaban a cada inculto en el punto clave de su oficio. Los políticos enmudecían al pretender hablar en asambleas públicas, los dedos de los redactores se endurecían y no se movían frente a las hojas en blanco o al teclado de las computadoras, los mentirosos tosían sin poder pronunciar palabra, los difamadores se ahogaban, los malos pintores dejaban caer de sus manos las paletas y tarros de pintura, los guitarristas rompían las cuerdas y los cantores improvisados sentían inmovilizarse la úvula del paladar. Los barcos extranjeros se negaban a entrar en la zona portuaria y los aviones no aterrizaban para evitar el contagio.
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A la semana el presidente mandó a llamar con urgencia al intendente Martí:
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- Tenemos que hacer algo o nos cuelgan a todos. ¿Se le ocurre alguna idea?
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- Sí, desarmar el equipo y dejar todo como estaba.
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- De acuerdo, pero que sea esta misma noche.
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Una tremenda explosión sacudió entonces la ciudad en horas nocturnas. Una brigada de mil soldados recogieron pieza por pieza, tornillo por tornillo, los restos de las instalaciones esparcidos por el suelo y al amanecer la estatua y la Pirámide aparecieron en el lugar donde están hoy en día y pueden admirar los turistas.
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Desde entonces los opositores políticos lo llaman “el estúpido mayor de la ciudad”, calificativo que yo me habría negado a habría negado a emplear por impiadoso.
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Posted by Carlos A. Loprete
at 8:54 PM BRT
Updated: Wednesday, 28 January 2009 4:31 PM BRT