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cuento corto
Wednesday, 28 January 2009
ROSAMUNDA

 

 

Cinco meses y cuatro días habían pasado desde la última lluvia y el más leve movimiento del aire levantaba del suelo un sofocante polvo. Los vecinos se desplazaban por la ciudad cubriendo sus ojos y narices con pañuelos. Los cuchicheos en la calle se hacían dando la espalda al viento y por lo general se reducían a comentarios enojosos sobre el maldito viento y el gobernador.

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- Estamos orinados por los perros –se oía decir.

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Ese dieciocho de julio se había presentado sin embargo transparente y sereno. La oportunidad había llegado. Un destartalado camión apareció en la escena  envuelto entre broncos resoplidos  y se estacionó a la vera de la plaza principal. Enfrente, sobre la acera opuesta de la calle, la Casa de Gobierno ostentaba la arrogancia colonial de sus dos pisos con arcadas y tejas patinadas con el verdor de los años, con la enseña nacional al tope de un mástil, como recordando a los provincianos que allí se asentaba la fuente del poder.

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El chófer abrió la desarticulada puerta izquierda del vehículo, descendió y acomodó un sólido tablón en pendiente sobre la culata. Subió y comenzó a empujar desde adentro una vaca holando-argentina, mientras de doña Rosamunda la tironeaba desde abajo con una cuerda ensartada en el cogote de la res. El animal descendió con andar cauteloso para no rodar, ante el asombro de los transeúntes.

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La mujer, arrugada y desgreñada, no superaba los sesenta años de edad. Instaló la vaca en un macizo de la plaza para que pastara, a la sombra de un jacarandá. Con cuatro palos y una lona de arpillera improvisó un techo para protegerse de los rayos del sol, se sentó en una banqueta tambaleante , extrajo de un bolsón una centena de vasos plásticos, los acomodó en una mesita plegable, y señalando a la vaca inició su proclama:

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- ¡Leche gratis al pie de la vaca! ¡Leche gratis para los pobres!

         Mientras ordeñaba a la bestia llenaba los vasos y los ofrecía sin pago a los curiosos amontonados en círculo. Rosamunda persistía con su discurso:

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       - El gobernador se hace el chancho rengo y nos mata de hambre a los jubilados y pensionados, mientras él se llena la barriga y los bolsillos con el dinero del pueblo.

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        Y continuaba su desafío:

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       - Seguro que me está mirando detrás de las persianas de su despacho. Que baje si es tan macho y le daré un vaso para que la pruebe.

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       Doscientos cincuenta pesos mensuales sólo alcanzan para sustentar la comida de un abuelo durante una semana, y ésa era la suma que doña Rosamunda, la jubilada, había gastado para alquilar la vaca por un día a un tambero de los alrededores.

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       A la puerta del Club Social un socio distinguido, ex concejal jubilado con una asignación especial de seis mil pesos,  agregaba su opinión:

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       - A esa vieja loca tendrían que meterla en el manicomio. Habla de hambre y miren qué gordita está.

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      Rosamunda reclamaba a voz en cuello la presencia del gobernador, pero el funcionario no aparecía.

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      - Que grite todo lo que quiera. Yo estoy vacunado contra las protestas –comentaba el gobernador desde su refugio detrás de la ventana-. ¿De dónde quieren que saque yo la plata para vivir?  En esta provincia todos quieren ser ricos.

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      Los cuarenta litros y medio de leche alcanzaron a distribuirse en tres horas. Levantó entonces Rosamunda su tienda de campaña y se retiró como llegó. Los comentarios sobre la hazaña de la mujer corrieron de boca en boca durante el resto del día, y al siguiente, el olvido colectivo se encargó de lo demás.

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     Las hojas de agosto, septiembre y octubre cayeron de los almanaques. Para el Día de los Muertos, a principios de noviembre, la oficina meteorológica anticipó  una jornada bochornosa y seca, con brisas leves del norte. Minutos antes de las once doña Rosamunda estaba instalada en la plaza enfrente de la Catedral, invitando a los asistentes al templo a paladear chorizos y pan sin costo alguno. Había traído consigo una larga parrilla ayudada por dos ancianas y entre las tres atendían la cocina.

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-  Exquisitos –agradecían los beneficiarios en medio de la humareda.

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      Desde su atalaya en la Casa de Gobierno, en diagonal con la Catedral, el gobernador y su secretario privado espiaban el festín:

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      - ¡Doscientos chorizos para dos mil personas! –ironizaba el mandatario-. No alcanzan ni para tapar los agujeros de las muelas. Diga que es vieja y viuda, si no ya la tendría pudriéndose en un calabozo

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           Doña Rosamunda, aunque no lo escuchaba, presentía sus denuestos. Tomó entonces una bocina y gritó apuntando al edificio gubernamental:

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          - Queda uno para el gobernador! Lo espero quince minutos si quiere bajar. Pero apúrese porque se va a enfriar y la grasa fría hace mal al estómago.

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         La multitud giró sus cabezas , pero la persiana siguió baja.

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         El veinticuatro de diciembre, cuando los empleados salían de los comercios y oficinas para festejar la Nochebuena en sus hogares, notaron frente a la Casa de Gobierno un murmurante gentío que colmaba el lugar. Doña Rosamunda había prometido a la prensa que se suicidaría en público, si para ese día el gobernador no había aumentado las asignaciones para los jubilados. La ciudad no guardaba memoria de un anuncio de esta naturaleza. Gritar, vaya y pase. Regalar leche y chorizos, podría ser. Pero suicidarse ya era otra cosa, se decía en los corrillos. Desde la aparición del cometa Halley en 1910, ninguna expectativa había sido tan angustiosa. Se hicieron apuestas por sí y por no, de todo tipo. Benicio Portales, propietario de una funeraria, se  había manifestado como uno de los más descreídos:

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        - La entierro gratis –prometía-, en cajón de caoba importada con manijas de oro, coche de lujo y banda música, si se mata.

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        Un empresario de la construcción hizo conocer también su apuesta:

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     - Y yo le levanto un panteón de diez metros de alto, se si atreve.  Sólo los monjes australianos se suicidan –continuó-, confundiendo a los budistas con los australianos.

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      El suicido prometido se consumaría a las cinco de la tarde. Al secretario privado del gobernador se le ordenó asistir disfrazado entre el gentío junto con otros hombres del servicio de inteligencia para espiar el acontecimiento desde adentro. Unos minutos antes de la hora anunciada, un coche de plaza tirado por un caballo se abría paso entre la multitud, con la capota descubierta y doña Rosamunda sentada en el único asiento como en un trono real:

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    - ¡Dejen pasar! ¡Dejen pasar! –gritaba el público coreando a voces el pedido a latigazos del conductor.

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    El carruaje se detuvo en la esquina de la Casa de Gobierno y descendió la inminente suicida, cubierta la cabeza con un pañolón negro, sin pronunciar palabra ni mirar a los costados. Enfiló hacia el pórtico de entrada por un estrecho pasaje que le abrían los espectadores. Diecisiete minutos exactos demoró la mujer en el recorrido. Se detuvo frente a la entrada del edificio, donde seis guardias uniformados, impertérritos y solemnes como estatuas babilónicas , custodiaban el acceso. Rosamunda se detuvo frente a ellos y esperó unos instantes. Extrajo luego un revólver de su bolso y continuó impasible, sin hacer movimiento alguno.

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- ¡Coraje, doña Rosamunda! ¡No afloje ahora! –se oyó gritar.

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       Fue el relámpago que disparó la tempestad de consejos:

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       - ¡No lo haga, señora, no lo haga!

       - ¡Dios la castigará si se mata!

       - ¡No le dé el gusto a ese cretino, señora!

       - ¡Guarde la bala para el gobernador, Rosamunda!

       - ¡No sea zonza, señora, el gobernador se saldrá con la suya!      

       - ¡No se mate, señora! Usted ya hizo bastante por nosotros. Aunque se mate seguiremos siendo pobres.

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       Doña Rosamunda seguía quieta y muda en medio del turbión clamoroso. Giró luego la cabeza y vio un alto recipiente para residuos instalado cerca. Meditó unos instantes,  y ante el desconcierto del público caminó hacia él, lo destapó, se metió adentro y desde el interior cerró el recipiente.

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       No se oyó estampido alguno. Acto seguido dos ordenanzas uniformados salieron del edificio, levantaron el tacho y lo llevaron adentro.

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       Hasta el presente nadie ha tenido noticia alguna de doña Rosamunda, la jubilada pobre.

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Posted by Carlos A. Loprete at 3:52 PM BRT
Updated: Wednesday, 28 January 2009 5:04 PM BRT
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Saturday, 10 January 2009
EL FILTRO

 

                                  

 

        El intendente de la ciudad de Buenos Aires, la ponderada Atenas del Plata del siglo pasado, es un hombre elegido en democrática vocación. Elegido sí, pero por error de sus camaradas de partido que lo seleccionaron confundiéndolo con otro avispado afiliado  de su mismo nombre y apellido. Los votantes lo consagraron porque la lista de candidatos no se discutía. Hasta su nombre lo escribía con transgresiones ortográficas. Ponía Marti donde debía escribir Martí, con acento. No se avergonzaba de ser bobo, porque como bobo que era no se daba cuenta de serlo.
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           Debo confesar que vacilo entre varios sinónimos para calificarlo, porque no soy propenso a la ofensa y respeto al prójimo como a mí mismo, obediente al catecismo dominical que nos enseña que todos somos iguales, hermanos digamos, hijos de un mismo Creador. Podría haberlo reputado de mentecato, lelo, majadero o pazguato,  pero esas palabras me sonaban a reliquias y panderetas sevillanas y mi personaje apenas si sonaba un pito y esto con dificultad. Estólido y necio eran adjetivos demasiado académicos y están envejecidos. Insensato implicaba favorecerlo porque ser carente de sentido no es lo mismo que ser bobo. Si lo llamaba simple los lectores podrían confundirlo con sencillo, y pensarlo un hombre humilde, bonachón, modesto.
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          Me quedaban en el diccionario bobo,  tonto y estúpido , que vienen a ser lo mismo, pero menos grave me pareció la primera. En cualquier opción, no debo dejar de reconocer que su nivel intelectual no lo pondría alegre a ningún psicólogo ni a ningún historiador del país. Adjudíquele usted el que quiera.
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Indudablemente no es como yo, un pobrecito  vecino del barrio, que barre de mañana la acera, va al supermercado a comprar las vituallas diarias más baratas, chismea de cuando en cuando con algún vecino, ayuda a su mujer a cocinar y mira televisión con un vaso de vino en la mano si el presupuesto le da permiso.
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Ninguna calle en la urbe lleva mi apellido ni he sido premiado con una medalla de oro por alguna especialidad cultural de actualidad, como haber triunfado en una carrera de embolsados,  por ejemplo, o distraer los domingos en una plaza a los niños sin techo echando fuego por la boca o arrojando bolos al aire. Tampoco ni nombre está inscrito en la lista de espera de honorables futuros, por mis ideas liberales. Por ahora no soy campeón de nada, pero quién le dice, de pronto un concejal que pretende mi voto para su reelección me postula como candidato al premio de limpieza urbana por sacar a pasear mi perrita con una escobilla, una palita y un balde. Nunca se sabe.
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           Esta omisión no me inquieta ni me quita el sueño, ya que hasta ahora hay anotados en la lista de espera ciento tres vecinos. Los candidatos con mayores probabilidades son  tres goleadores de fútbol; un entrenador del zoológico para que los guanacos no escupan a los visitantes, un fabricante de pizzas por su fórmula para ahorrar orégano, dos piqueteros especialistas en el bloqueo de calles y encendido de neumáticos, un cantautor de protestas y lloriqueos; quince muchachos del rock vociferadores y simiescos, con peinados coloridos que crecen para arriba y tatuajes en sus cuerpos, y un poeta de murgas carnavalescas en lenguaje popular, cuyos textos no me animo a transcribir pues no comulgo  con la obscenidad.
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     El caso es que alguien le susurró al oído al intendente que mucha gente se quejaba del peligro de permitir la proliferación del mal gusto en la ciudad arriesgándose a perder las próximas elecciones. Aceptó la advertencia el  tal Martí y analizó varios proyectos que le ofrecieron sus asesores. No lo convenció ninguna de las
propuestas. Aumentar las horas de clase de los niños resultaría impopular entre los padres y los hoteleros, los primeros porque tendrían que trabajar más horas en ayudar a los párvulos a hacer sus tareas escolares, y los segundos debido a que los hoteles y lugares de veraneo disminuirían sus clientes. Más valía hotel completo que niño culto. Obsequiarles libros gratuitamente resultaba muy oneroso y de todos modos, en los desfiles escolares el público sólo puede ver la blancura de los guardapolvos y no la cantidad de ideas del cerebro.
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          Podría recurrir a los llamados medios de comunicación, aumentando el número de programas educativos, suprimiendo las escenas de desnudo de la publicidad, restringiendo el tiempo dedicado al ofrecimiento de cosméticos que revitalizan la piel, yogures que alargan la vida y aportan calcio, hierro y todo el abecedario de vitaminas, aparatos de gimnasia que lo hacen todo y mueven los músculos del cuerpo humano reduciendo la obesidad abdominal mientras el cliente descansa, utensilios domésticos que hacen la comida automáticamente, limpian los pisos, enceran y matan los microbios del perro al tiempo que el ama de casa escucha una novela. Pero ni pensarlo. Los industriales escandalizarían la ciudad, no pagarían los impuestos y apelarían a la Comisión  Interamericana de Prensa por la falta de libertad.
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         Lo sedujo la proposición de su quinto secretario privado, un mocito algo leído y escribido, que formaba sus opiniones íntimas en las pantallas de la CNN en inglés. Según un anuncio de la mencionada emisora, en Suecia, país del primer mundo industrializado, un profesor de la Universidad de Upsala, que no se hacía el sueco en cuestiones de ciencia, había creado un prototipo de aparato culturalizador de última generación, especialmente adaptado a las necesidades de la globalización. Una magnífica oportunidad para instalar el primero en Buenos Aires y recuperar la primacía entre los países del tercer mundo. Su inventor lo ofrecía en el mercado bajo el eslogan de “Recupere el tiempo perdido. Venga con su país como es, y lo dejaremos como debe ser”.
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           Dicho y hecho. Ordenó hacer venir al experto de Suecia y le encomendó la construcción del sistema culturalizador en Buenos Aires.  El inventor requirió el pago anticipado de un cincuenta por ciento del equipo a construir, comida y alojamiento en una quinta de recreo en Lomas de Zamora para treinta ayudantes, residencia  y tres galpones con aire acondicionado, sauna, cancha de tenis, y sala para distracción nocturna, amén de viáticos, sueldos y un estipendio mensual para su secretaria privada y traductora. La votación próxima era más importante que los gastos que debía sufragar la intendencia, de manera que los concejales aprobaron por unanimidad la contratación de los servicios requeridos, ordenaron pagar reteniendo para ellos un veinte por ciento del importe total por su patriotismo y cursaron a Upsala los telegramas y fondos pedidos.
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       El susodicho intendente anunció con bombos y platillos en cuanta tribuna hablaba la restauración de la urbe, que en adelante dejaría de llamarse la Reina del Plata para ser la Capital de la Cultura Sudamericana. La comisión de genios suecos llegó una noche y fue recibida por el intendente y su cohorte de funcionarios y asesores. El sueco inventor era un cabezón de pelo blanco despeinado, anteojos para playa,  cuerpo de levantador de pesas, mejillas enrojecidas por el alcohol, que se expresaba  mitad por señas y gestos y la otra mitad con palabras del inglés, el francés y español mexicanizado, amén de algunos porteñismos de alabanza aprendidos de urgencia: macanudo, fenómeno, chau.  La comisión de recepción fingía no oír los dislates del recién llegado, y el intendente se aguantó que lo llamara che en vez de usted, y el secretario de finanzas disimuló con una sonrisa forzada que lo tratara por su notoria juventud de pibe en lugar de señor.
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            - Bienvenido a esta ciudad, ilustre señor  Halmstad
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             –lo saludó el porteño.
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             -Más bienvenido sea che
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               –respondió ceremonioso el escandinavo en su cuarto de lengua.
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La ilustrada treintena de huéspedes se encerró en las instalaciones preparadas y comenzó en reserva sus trabajos, protegida por una cerca de madera plantada a propósito. Día a día entraban al recinto custodiado por guardias armados camiones con metales, materiales eléctricos y electrónicos, aparatos de medición y otras mercancías necesarias, en abundancia tal, que únicamente eran superadas por las de langosta chilena, pulpos gallegos, bananas ecuatorianas, cocos haitianos, champán francés, vodka ruso, vino lombardo, agua embotellada norteamericana, y otros productos alimentarios procedentes de los países que integran las Naciones Unidas.
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El pueblo curioso merodeaba día y noche el lugar, al lado de los periodistas de la televisión, tratando de husmear alguna primicia. Si sonaba una sirena, para algunos era indicio de que cesaba la jornada de trabajo, mientras que para otros era una alarma porque algo estaba por explotar. Cualquier grito humano era presagio de un motín interno, cualquier borrachera nocturna se interpretaba como un disturbio por la falta de pago o una orgía improvisada con visitantes encubiertas, en fin, ya se sabe que no hay como la falta de noticias para generar rumores.
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El intendente hacía concurrir dos veces por semana al sabio Halmstadt, lo agasajaba con una cena privada y conversaba sobre el proyecto:
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            - ¿Todo bien, míster Halmstadt?
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             -lo inquiría, sin saber que un míster debe ser norteamericano y no sueco.
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             - Muy bien, Su Excelencia –respondía el genio.
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           - Me alegro mucho, my friend
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            –le contestaba en inglés, por consejo de un asesor
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             -.El  día de la inauguración se aproxima y debo cumplir con mi pueblo. ¿Me podría adelantar algunos detalles de la obra? Estoy ansioso por decirle algo a los vecinos. Los periodistas no me dejan en paz si no les digo algo.
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            -Excuse me, che. Más adelante se lo diré. ¿O no confía en mí? Dígales que los suecos no mentimos y sabemos lo que hacemos. No es un atomic projec y no explotará. That’s enough.  En su momento lo sabrán.
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           A todo esto el intendente Martí no soportaba más la ansiedad por tener detalles de la obra, insistió ante don Halmstadt y pudo visitar de incógnito la preparación del fabuloso aparato. De poco le sirvió la inspección, porque como no distinguía entre una perforadora y una prensa, se quedó en ayunas, dándose por satisfecho para disimular.
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            La expectativa creada en la opinión pública crecía día a día, al punto que el intendente, para librarse de los llamados periodistas de investigación con sus cámaras ocultas, no tuvo más remedio que internarse en la clínica de un amigo y hacerse operar de una apendicitis fingida. Sin embargo, el periodismo no cejaba y las elecciones se acercaban. Inventó un viaje a Montevideo con el pretexto de tratar asuntos de interés común a ambas ciudades hermanas, obligó a su hija a casarse con un amigo carioca y poder asistir a las bodas en el Brasil, se hizo practicar un chequeo médico completo en Miami, y así ganó cuatro meses de tiempo.
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            Pero como todo lo que empieza termina alguna vez, don Halmstadt lo sorprendió una mañana con la noticia de que el equipo estaba terminado y le indicara el sitio dónde instalarlo. El asunto requirió una sesión de urgencia de la cúpula gobernante. El sitio debía ser histórico y amplio. Se descartó el Hipódromo porque los turfistas lo ocupaban todos los días de la semana, día y noche, con carreras hípicas, sin contar con que el presidente de la institución era opositor y podía aprovechar la ocasión para infiltrar su figura como patrocinante. La zona aristocrática de Puerto Madero estaba colmada ya de restaurantes, cabarets y  casinos, y los parroquianos embelesados con el atractivo de las comilonas  no cambiarían un menú japonés por un filtro. En el barrio de Mataderos había lugar, pero estaba alejado del centro y su historia de gauchos reseros,  matarifes y payadores, no condecía con la modernidad del invento.   
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-              - No nos queda entonces más que la Plaza de Mayo. Es la plaza de los grandes acontecimientos del país -argumentó el intendente Martí.
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                 - Pero ya hay hay allí una estatua y la Pirámide desde la época de la proclamación de la libertad  -arguyó otro secretario que recordaba la Revolución de Mayo de la escuela primaria. 
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                - Las corremos de lugar, colocamos el equipo y a otra cosa. ¿Qué le hace una mancha más al tigre? Como dice el refrán, “Donde comen dos, comen tres”. 
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                 - Excelente idea, señor intendente –concluyó un tercer asesor.
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                 - El equipo se instaló en horas nocturnas, sin la presencia de curiosos y las instalaciones se taparon con arpillera como una torre de petróleo en California. En la parte delantera se levantó un tablado, donde se hicieron presentes para la inauguración el presidente, sus ministros, el intendente y su corte de funcionarios. Unos y otros lucían espléndidos dentro de sus respectivas vestimentas, tachonadas de condecoraciones y demás atributos de sus investiduras, una especie de coronación imperial, prestigiada por la concurrencia de embajadores, prelados y gente de uniforme.

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Una trompeta llamó a silencio a los presentes, la sirena de una autobomba de bomberos hizo coro al sonido del estridente metal, se abrieron las jaulas de trescientas palomas de paz, los pájaros elevaron su vuelo revoloteando sus alas teñidas de los colores patrios, hasta que estelas de cohetes luminosos anunciaron el descubrimiento de las instalaciones construidas. Los circunstantes lanzaron al unísono una oleada de interjecciones de sorpresa, pasmados de sorpresa por el curioso ensamblaje de torres metálicas, andamios, reflectores, bocinas, aspersorios de vapores olorosos, antenas parabólicas apuntadas a los cuatro rumbos de la atmósfera, y bocinas que hacían vibrar los tímpanos. Observado desde la lejanía el complejo, se veía un poco más pequeña que una torre de lanzamiento de cabo Kennedy. ¿Para qué servirían tan diversos instrumentos? ¿Cómo operarían en el espacio para obtener la transformación de la cultura argentina? Habría que esperar hasta las doce en punto de la noche para que el prodigio comenzara a producirse.
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El presidente pronunció el discurso inaugural con las elocuentes palabras escritas por un anónimo periodista a sueldo. “Por fin para nuestro amado, querido y nunca bien reconocido país, sin alardes triunfalistas ni alabanzas ajenas a nuestro humilde modo de ser, y con la presencia de este abnegado e inteligente pueblo que nos acompaña, tengo el honor de inaugurar y entregar al asombro del mundo, estas instalaciones productoras de la cultura que merecíamos, y que habrá de ayudarnos en la insobornable vocación de grandeza que nos legaron nuestros mayores”, dijo el presidente al comenzar. El intendente calificó a la obra de “monumental, ciclópea, bárbara, grandiosa, fenomenal” y la comparó a las pirámides egipcias y a los jardines colgantes de Babilonia, según iba leyendo el texto que le habían preparado. A cada párrafo enfático, un ayudante disimulado en el gentío de la plataforma hacía una señal con su mano, y una banda de partidarios del público hacía sonar una veintena de tambores que servían de telón de fondo a los aplausos convenidos.
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El intendente Martí anunció que a partir de la medianoche el equipo se pondría en funcionamiento y cada ciudadano podría experimentar en su hogar los beneficios del nuevo sistema. Pidió a la muchedumbre retirarse tranquila y confiada a sus hogares, se montó en un helicóptero con el primer magistrado y desapareció en el horizonte.
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El sol declinó en el horizonte, la Plaza de Mayo se cubrió con un manto de sombra a la espera de los sucesos, y los vecinos se reunieron en sus hogares, en las sedes del partido oficialista y en los cafés cibernéticos. La ciudad se convirtió en un hervidero de comentarios, rumores y conjeturas por todos los lados. ¿Habría llegado la gloria que los patricios fundadores de la patria nos habían prometido? Casi dos siglos había demorado ya el advenimiento esperado, y aunque la bobería del intendente Martí no alcanzaba seguramente para realizarla, quizás el Señor de las Alturas hubiera decidido darnos una mano con sus ángeles protectores.   
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Las cosas comenzaron a suceder a la hora anunciada. Las pantallas de los televisores se ponían en negro y enmudecían automáticamente cuando aparecían escenas eróticas,  lo mismo que cuando un político hablaba en público o un periodista mostraba niños famélicos y desnutridos. Al aparecer en la pantalla un delegado del Fondo Monetario
Internacional opinando con dogmatismo científico que la deuda pública debía pagarse porque de lo contrario sufriríamos mucho, la negrura y el silencio se apoderaban nuevamente de la pantalla chica. Durante toda esa noche y los dos días siguientes, desaparecieron los programas del intendente dialogando con el conductor, rodeado de sus hijos y de su silenciosa esposa con los párpados caídos como santa medieval. En esos días no se vieron más misiles cruceros, bombardeos nocturnos con precisión milimétrica, financistas fraudulentos de la bolsa de Nueva York, desfiles de jóvenes casi desnudas en la pasarela de un modisto europeo, fuegos artificiales del año nuevo en Tokio, declaraciones de un futbolista que había tenido una torcedura de tobillo o de un basquetbolista detenido por eludir el pago de impuestos.   
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En los diarios y revistas las noticias sensacionalistas y escabrosas aparecían sustituidas por cuadros negros, y en los noticiarios de radio eran interferidas por zumbidos,  mientras las palabras obscenas se encubrían con silencios. Tan sorprendentes como estos cambios fue la infección de un virus selectivo que empezó a aparecer en Internet. Se lo denominaba virus Séneca 34X , acaso por alusión al moralista latino y se caracterizaba por transformar las letras en números como tablas de logaritmos que no admitían lectura alguna. Las noticias falsas, las propagandísticas, las engañosas y las desvergonzadas  eran reemplazadas por series de signos
incomprensibles. Así por ejemplo, presidente se transcribía 6?*<>””#%$, y sabio por 00000, acaso porque no existía ninguno en la ciudad y sus alrededores.   
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Las asambleas políticas no salían al aire, ni los vuelcos de ómnibus ni los choques de automóviles. Tampoco los asesinatos ni los suicidios. Los nombres propios de dirigentes, gremialistas y piqueteros habían sido borrados de la memoria de la torre y de los diccionarios históricos. .
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Mas grave aún que los virus comunicativos fueron los virus biológicos que perfeccionaban la tarea de depuración. Como en un campo de guerra moderna, esos virus eran selectivos y afectaban a cada inculto en el punto clave de su oficio. Los políticos enmudecían al pretender hablar en asambleas públicas, los dedos de los redactores se endurecían y no se movían frente a las hojas en blanco o al teclado de las computadoras, los mentirosos tosían sin poder pronunciar palabra, los difamadores se ahogaban, los malos pintores dejaban caer de sus manos las paletas y tarros de pintura, los guitarristas rompían las cuerdas y los cantores improvisados sentían inmovilizarse la úvula del paladar. Los barcos extranjeros se negaban a entrar en la zona portuaria y los aviones no aterrizaban para evitar el contagio.
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A la semana el presidente mandó a llamar con urgencia al intendente Martí:
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         - Tenemos que hacer algo o nos cuelgan a todos. ¿Se le ocurre alguna idea?
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        - Sí, desarmar el equipo y dejar todo como estaba.
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          - De acuerdo, pero que sea esta misma noche.
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Una tremenda explosión sacudió entonces la ciudad en horas nocturnas. Una brigada de mil soldados recogieron pieza por pieza, tornillo por tornillo, los restos de las instalaciones esparcidos por el suelo y al amanecer la estatua y la Pirámide aparecieron en el lugar donde están hoy en día y pueden admirar los turistas.
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Desde entonces los opositores políticos lo llaman “el estúpido mayor de la ciudad”, calificativo que yo me habría negado a habría negado a emplear por impiadoso.
    
 
 
 
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Posted by Carlos A. Loprete at 8:54 PM BRT
Updated: Wednesday, 28 January 2009 4:31 PM BRT
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Saturday, 3 January 2009
AMBROSIO PAREDES ME DICEN

 

 

Se llamaba realmente Nemesio Leiva, pero sólo de día, porque de noche era Ambrosio Paredes.    

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 Cada hecho tiene su escenario propio para suceder. En lugares de iluminación profusa la indiscreción lumínica entorpece el fingimiento y delata los pasos furtivos. La oscuridad hipócrita favorece desde los tiempos de la candela de aceite los amores espurios y los atracos en los callejones.      ------------------------------------------

En el suburbio de Barracas, donde se asienta la espuma proletaria de obreros y artesanos abandonados por las olas atlánticas, Nemesio había aprendido gracias a su deambular callejero esta elemental verdad. El tango presumido engaña al ruedo de admiradores y apostadores los sábados y domingos por la noche,  bajo el relumbrón agonizante de las asmáticas lamparillas eléctricas. El cuchillo justificador del honor engreído ostenta su insolencia en el cinturón de los bailarines, en la espera paciente y silenciosa del desafiante que ponga en duda la valentía del  taita portador.    --------------------

  Es esa lánguida frontera donde la pampa y el asfalto discuten el derecho de avanzar, Nemesio Leiva ha comprendido que su redención social requiere abrirse paso desde los   cafetines y bailongos arrabaleros hasta los cabarets del centro de la ciudad, donde las damas ricas distraen su aburrimiento conyugal en procura de un auténtico macho salvador, y donde la lenidad de las leyes y la corruptela de los vigiladores públicos hacen vista gorda al delito a cambio de un  fajo de billetes.              -----------------------------

      - El cuchillo es lo único que respetan los hombres  ----------------------

     –le había dicho su madre-. Si lo desenvainas, húndelo hasta el fondo.    --------------------

  En su recoveco del fondo del conventillo esperaba que el traqueteo del tranvía del Bajo hubiera despertado al más remolón de los inquilinos para liquidar del todo el silencio nocturno con su sinfonía de martillazos y el canturreo de valsecitos criollos. Fungía de hojalatero alargando la vida de cacerolas y cacharros de metal con su destreza en el golpeteo y la soldadura de estaño, matizados de tanto en tanto con los resoplidos de satisfacción por los resultados obtenidos.     -------------------------------------

 Complaciente y amistoso, sus vecinos del inquilinato recogían de sus labios los buenos días prometedores, el elogio estimulante del traje o vestido recién estrenados, las felicitaciones gozosas por el premio ganado en la quiniela, cuando no el piropo zalamero que hacía sonreír ir y exagerar el balanceo de cadera de las muchachas en estado de merecer. Mas a pesar de su locuacidad reconfortante, nada ni nadie había logrado perforar la coraza de su intimidad, ni siquiera el coqueteo provocativo de la diosa del albergue al pasar delante de él en busca del agua para el puchero diario en la canilla común.     -----------------------

   Por las noches mudaba su vestimenta obrera apretándose dentro de un angosto pantalón de fantasía rayada, un saco de impecable negrura con ribetes blancos en las solapas y cuello, y un chambergo de ala requintada. Completaban su atuendo de valiente unos espejados zapatos de cabritilla negra y el legendario pañuelo de seda blanca con el monograma bordado A.P.  Con estos atavíos de vestuario advertía a los parroquianos del cafetín que debajo de la faja de su cintura dormitaba latente la muerte al filo de su facón.     -----------------

 Para los vecinos de Barracas no pasaba de ser un presumido enamorador de hembras, último ejemplar quizás de una estirpe en extinción, despojada ya de su fama heroica y salpicada por la irreverencia burlesca de la nueva generación. Acorralado entre dos fidelidades, Nemesio Trejo se inclinaba por la heredada consigna de su madre en su lecho de muerte:      ---------------------

  -Sé algo, hijo mío. Nosotros no pudimos.     -------------------

 Para los varones de la lunfardía, el culto del cuchillo letal venía después de Dios y del amor a la viejecita. Nuca se sabe por qué se mata, pero es algo que no se puede evitar. Forma parte del destino y sucede en el momento menos pensado, sin buscarlo, como sucede con el amor. Quien traiciona al caudillo político o infama a la mujer del prójimo se ha internado en el laberinto del cuchillo. El honor se limpia únicamente con la sangre chorreante del filo acerado.     ------------------------- 

  En los lúgubres bailongos de Nueva Pompeya, los compadritos menores abrían paso a Ambrosio Paredes cuando entraba en los locales vecinos a confirmar su fama de taita mayor, no fuera que olvidaran su nombre o buscaran sustituir su señorío. Si se anticipaba a requebrar a alguna coqueta o le indicaba con un gesto del mentón que la había escogido para la próxima pieza, el compañero de la bailarina se apresuraba a desprenderse de ella, quedarse quieto en su lugar y mirar de reojo a su competidor, sin decir esta boca es mía, tragándose el desafío. Y si algún parroquiano arrancaba los aplausos de los concurrentes por sus cortes y quebradas, Ambrosio retomaba su fama con las improvisaciones de una guitarra.    ---------------------- 

   Una noche de Carnaval de mil novecientos dieciocho, cuando el médico de guardia del Hospital Rawson le retiraba respetuoso del vientre la hoja del cuchillo y suturaba las entrañas para restañar los borbotones de sangre, intrigado por la derrota del afamado rey, se atrevió a preguntarle cautelosamente:         -------------

   -¿Y por qué no se defendió con el cuchillo que llevaba, don Ambrosio? -         ------------------------------------------

 Es que soy Nemesio Leiva y no Ambrosio Paredes como me dicen, doctor. Y ese cabrón lo había presentido.

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Updated: Saturday, 3 January 2009 4:55 PM BRT
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Wednesday, 26 November 2008
CON PERMISO DE SAN PEDRO

   

  

     Tanto insistí a San Pedro, que terminó por autorizarme una salida temporaria de un mes del cielo con dos condiciones. La primera, que no revelaría a ninguna persona los secretos de la morada celestial; la segunda, que las nuevas acciones en la tierra, buenas y malas, serían computadas como una continuación de las anteriores, y en ese caso, ponía en riesgo la continuidad de mi permanencia en el Paraíso.

     Aparecí en la Plaza de Mayo y dirigí la mirada hacia la Casa de Gobierno, sede oficial del presidente y sus ministros.  Con gran sorpresa mía, el edificio que yo había conocido no estaba más allí. En su lugar había un parque de diversiones, un estadio, o algo así. Me aproximé  sorprendido al lugar. No había caminado unos quince pasos cuando vi aproximarse una muchedumbre de hombres desarrapados, sin camisa, vestidos únicamente con pantaloncitos cortos o vaqueros de tela grosera, con agujeros por todos lados,  y calzados con alpargatas de tela negra y suelas de cáñamo. Casi sin excepción portaban botellas de material plástico de las cuales sorbían cerveza o gaseosas a cada instante. Atronaban los oídos con pitos, maracas, castañuelas, matracas y bombos. Los varones  lucían cabelleras de distintos colores, los pelos cortos o pegoteados hacia arriba; las caras con aretes en las orejas, las narices o los labios; y tatuajes de serpientes enroscadas, diablos, corazones ensartados y flechas por todos lados. Revoleaban al aire banderas  con rostros de campeones de fútbol o guerrilleros famosos, amén de leyendas depredadoras y salaces. Las mujeres apenas cubrían sus torsos con camisolas cortas y raídas. Unas y otros proferían quejas ante los periodistas, por un hijo muerto por la policía, por el cierre de una fábrica y la falta de trabajo, por sueldos no cobrados, por su desalojo de una propiedad usurpada y miles de impertinencias más.

        Al notar mi presencia, el grupo se detuvo y se dedicó a observarme. Me señalaban con sus manos, hacían comentarios entre sí y se reían burlonamente. Uno de ellos, al parecer el jefe, tatuado de la coronilla a los pies y con un palo en la mano, se desprendió del grupo, se me acercó y dijo:       

        -¿Qué hacés vos aquí con esa facha? ¿No sabés que ya no se usa esa ropa? Parecés el abuelo de mi tatarabuelo disfrazado de mascarita en Carnaval.

       Dado que había resucitado sin memoria del Paraíso, sólo recordaba mis años de vida terrestre, y le contesté perplejo:

       - Pero ésta es la ropa que yo tenía puesta ayer  y no entiendo cómo ha cambiado tanto la  moda.

       - No te hagás el vivo, viejo estúpido. Te sacás esa ropa de los tiempos oligarcas y te  vestís como nosotros o te mandás a mudar de aquí. Se acabaron los tiempos de San Martín y de Sarmiento. Nos ha costado mucho conseguir la democracia y no estamos dispuestos a perderla por un vejestorio pasado de moda.

       No supe qué responder y opté por retirarme con una inclinación de cuerpo pidiendo disculpas a mi interlocutor, quien me agradeció con un puntapié en las nalgas y un escupitajo de desprecio. Debo confesar que sentí miedo de verme entre tanta gente distinta. Temí que algún desaforado se sintiera afectado y me metí en el sanitario de un bar donde me desarreglé lo más que pude. Me despeiné, me quité los zapatos y media vestimenta, quedé casi en cueros, y salí a la calle. Compré a un vendedor ambulante una bandera cualquiera de las innumerables que se ofrecían, rojas y negras con iniciales dibujadas, una matraca y un paraguas con  gajos de colores para saltar y vociferar. No comprendía qué sucedía, pero recordé el consejo de mi madre de hacer lo que viera allí donde fuera. ¿Qué tenían que ver la camisa, los tatuajes, los aros y los gritos con la democracia?  En mis años terrenales se decía también que había democracia y los hombres usaban camisa y corbata, pero ahora no al parecer. 

       La ausencia de la Casa de Gobierno fue lo que menos comprendí. ¿Adónde habría ido a parar? La recordaba pintada de color rosa, con su fachada renacentista, su techumbre de pizarra negra y una flameante bandera nacional al tope de un mástil, con 

custodia de impávidos y solemnes granaderos apostados en la entrada. Pero otro recuerdo de mi viejecita me orientó en la incertidumbre: menos averigua Dios y perdona. Sin poder sobreponerme a la curiosidad, me escabullí entre la muchedumbre revoleando mi camisa y mi paraguas y le pregunté a un hombre que marchaba a mi costado hacia dónde íbamos. Me miró sorprendido por mi ignorancia y me respondió:

-¿Y vos me preguntás eso? ¿No sabés que hoy es el Día de la Solidaridad y el presidente jurará como todos los años amar al pueblo y no defraudarlo? ¿En qué país vivís? Espero que no serás un espía de la oposición infiltrado, porque entonces no te quedará ni un hueso sano –me respondió al tiempo que me mostraba amenazante su garrote. Me quedé mudo sin saber qué contestar. El peligro era inminente. Un hombre  apostado detrás de mí, vestido con una como casulla amarilla sin leyendas y tocado con una gorra con visera, me murmuró al oído: “No olvide que no puede mentir. Dígale que viene de otro país”. Se lo dije y la respuesta lo convenció. De amenazador se convirtió en conciliador y me recomendó: “A la salida no se olvide, compañero, de hacer fila para cobrar los cien pesos que dan hoy por la asistencia”, y se retiró.

- Aproveché para darme vuelta y observar a mi inesperado consejero. Era un hombre de estatura media, buen aspecto, ojos profundos, de apariencia cautivadora, tez y rasgos que no permitían presumir su nacionalidad. Su sola presencia irradiaba tranquilidad y paz. Alcancé a mirarlo apenas unos instantes pues desapareció entre la multitud. El edificio que encontré era según mi experiencia como un coliseo romano, pero construido de cemento, columnas y vigas de metal, cristales divisorios, con elevadas torres en su perímetro y un gigantesco tablado que hacía de escenario, donde se levantaba un podio fastuoso, iluminado con poderosos reflectores desde todos los ángulos y rodeado de una veintena de cámaras de televisión y unos cien micrófonos por los cuales se filmaba y difundía la voz presidencial a pantallas instaladas en toda la ciudad y el país. A una pitada de señal el locutor anunció la aparición del presidente. Salió al escenario en mangas de camisa, sonriente y levantando sus brazos al cielo, abrazándose a sí mismo, y llevando de tanto en tanto su diestra al corazón, como diciéndoles a los espectadores que los tenía a todos adentro. Un conjunto de tamborileros organizados abrieron los aplausos con sus parches y la multitud aplaudió al

presidente, a los gritos de “¡Se siente, se siente, Perucho presidente!”

         Me sorprendió no escuchar por los altavoces el Himno Nacional y pensé que se habría suprimido, porque la banda ejecutó en su lugar una marcha desconocida que la tribuna coreaba. El silbido estridente de un pito se hizo escuchar y el público cesó de gritar. Ingresó entonces al escenario una dama vestida en traje de calle, con una estola cruzada sobre sus hombros y media cabellera colgando a un costado de su cara, saludando a la concurrencia con su diestra y sonriendo. La multitud, al aviso de otra pitada,   renovó su cántico de alegría, que estremeció el estadio cuando su esposo el presidente la estrechó en sus brazos. El estribillo cambió de letra y en varias manzanas a la redonda se percibió con claridad: “¡Olé, olé, olá, se quieren de verdad!”. Un nuevo silbido del pito indicó a los manifestantes el paso a la tercera de las consignas escritas en un volante distribuido a los concurrentes: “¡Que se besen, que se besen!” El magistrado mostró su dentadura postiza en una sonrisa de complacencia y obedeció con aire de general vencedor en una apoteosis. Una salva de estrepitosos aplausos festejó la desenvoltura de la pareja, a los gritos de “Perucho, Perucho, el pueblo está contigo”. El presidente, dentadura por delante, levantó agradecido el  brazo derecho, mientras furtivamente recogía con la izquierda un discreto papelito que un miembro de la comitiva le pasaba por detrás.

            Era una lista de frases escritas. El presidente le echó una mirada de reojo y comenzó su discurso con los brazos en alto: “Hermanos y hermanas de mi patria, los llevo a todos en mis bolsillos.” El ayudante le tironeó el saco por detrás, y el orador se rectificó de inmediato: “...Sí, sí, eso mismo digo, en los bolsillos de mi alma, para tenerlos siempre conmigo y no perderlos”. La multitud festejó con aplausos la ingeniosa  salida de su líder,  cubriendo cada tres o cuatro párrafos los otros dislates del conductor con una infernalia ruidosa de bombos. “Nuestras vacas no son locas, ni comen vidrio. Son vacas sabias y patrióticas que se dejan comer hasta en  Cuaresma, aunque no le guste al Obispo”, agregó más adelante. Se hizo traer una costilla humeante en la punta de un cuchillo, mordisqueó un pedazo pero se le desprendió la dentadura postiza. Mientras sus ayudantes la buscaban con afán, Perucho le hizo morder otro bocado a su compañera Peruchita alegando “Donde come uno, comen dos”. Un perro intruso se

cruzó entonces por el escenario y ladró pidiendo su parte. El caudillo se inclinó para satisfacer al cuzco pedigüeño al tiempo que proclamaba: “En este país nadie se muere de hambre”. Los partidarios festejaban con ovaciones las ocurrencias de líder. El perro expresó su agradecimiento mojando el piso y al acabar su necesidad ladró a la dama pidiendo que lo levantara en brazos. Cuarenta y cinco minutos llevaba el jolgorio, cuando el orador pidió silencio y ofreció presentar a tres nuevos miembros del partido, cuyos bustos se colocarían en la  galería del museo presidencial por su calidad de Héroes del Pueblo. Todos habían dado muestras de una contracción inigualada al trabajo y  habían dedicado sus hazañas a la primera autoridad del país. El primero era un obrero ferroviario que había subido y bajado las barreras de un cruce durante noventa y cuatro horas sin dormir. El segundo era un bombero que había estado echando agua con su manguera sobre una pira artificial de fuego sin interrupción a través de ciento diez horas. El último, un boxeador que había ganado un campeonato en Indonesia. En forma imprevista se adjudicó una cuarta medalla de héroe a un barrendero olvidado que se había pasado nueve días sin comer en homenaje al líder, arrojando al piso unos papeles sucios y recogiéndolos de nuevo en una bolsa. Perucho  había pensado a último momento que por medalla más o medalla menos, el país no iba a fundirse, pero no lo dijo. En cambio expresó: “Así son las cosas, hermanos y hermanas: para un peruchista no hay nada mejor que otro peruchista”. Los ánimos estaban a esa altura de la tarde exaltados y comenzaron a reclamar como en años anteriores que el día siguiente fuera feriado, coreando a voz en cuello “¡Mañana, San Perucho, mañana San Perucho!” El presidente dibujó una sonrisa en su rostro y confirmó la petición popular: “Y ahora, hermanos y hermanas, a descansar a sus casas. Mañana es San Perucho y no se trabaja. Los abrazo a todos en mi corazón”. La muchedumbre fue dispersándose en varias direcciones. Algunos rompieron de paso a pedradas escaparates, faroles y cuanto vidrio encontraron en el camino, amén de los robos de mercaderías en los negocios saqueados. Otros improvisaron asados a la criolla en la plaza, al tiempo que los más arriesgados se bañaron en calzoncillos en las fuentes públicas para demostrar su regocijo. No faltaron los cohetes y petardos, los círculos de mateadas colectivas, las borracheras y otros desmanes urbanos. Feliciano, que así se llamaba en vida el resucitado, se retiró meditabundo a su morada transitoria en el hotel, rezando para no violar el mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo y perder la gloria del Paraíso.                                                                                                                                 ----------------

 

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Posted by Carlos A. Loprete at 12:50 PM BRT
Updated: Saturday, 3 January 2009 4:57 PM BRT
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Tuesday, 25 November 2008
LOS FUNERALES DEL ROBOT

 

        

      Hubiera preferido titular a este artículo como el entierro de un robot, pero dado que entierro significa poner bajo tierra y con el robot muerto no hicieron eso, tuve que someterme al título que pongo.

     Empiezo por declarar que según mis conocimientos el Japón es el país actual que más confía en los robots y siente por ellos una veneración desconocida en Occidente, como en Haití por los zombies, en la India por las almas reencarnadas y en Egipto por las momias. En la Argentina no hay zombies, ni almas reencarnadas, ni momias, pero existen las “almas en pena” o sea aquellas que andan rodando de un lugar a otro porque sus cuerpos muertos no han sido enterrados todavía. Se carece, pues, de robots.

      En el Japón el mecánico Tomodata, conocido por su invención del autómata Sillo, que saludaba, lloraba, bailaba sobre sus piernas, saltaba a la cuerda, cantaba y rezaba, y no se preocupaba si era rico o pobre, estaba en el apogeo de la fama, ratificada por una tarjeta de felicitación que le había enviado el mismísimo Bill Gates animándolo en su creación. Pero como en este mundo el hombre propone y Dios dispone, sucedió lo inesperado, el autómata Sillo además de sus extraordinarias habilidades también había adquirido la de morir, y un día se murió no más.

     Tomodata, convencido hasta la médula de los huesos de que los robots suplantarían con el tiempo a los seres humanos en la faz de la tierra, lo primero que pensó fue en hibernarlo a 272 grados bajo cero, hasta que la robótica descubriera la técnica de dotar a su criatura de inmortalidad. Desistió sin embargo de este propósito porque al no saberse de qué enfermedad había muerto, se corría el peligro de complicar aún más cosas. No se tenía experiencia de cómo reaccionarían los circuitos y mecanismos plásticos y metálicos a tan baja temperatura.

     Lo más prudente, a su criterio, era organizarle un gran funeral y  depositarlo en un panteón especial. Adquirió entonces un predio de varias hectáreas cercanas a Tokio, y diseñó un cementerio exclusivo para muñecos mecánicos en todo el mundo. Hizo construir en el centro un túmulo con una cubierta de cristal transparente donde depositaría al cadáver informático. Invitó a sus colegas a concurrir con sus ingenios electrónicos a los funerales del primer robot muerto en el mundo, y obtuvo del gobierno el derecho a consagrar la ciudad como la capital mundial de los “robots.” Se consagraría con exclusividad a los robots antropomórficos, o androides, excluidos los zoomórficos y los meros artefactos móviles, sin forma humana., y que se utilizan para localizar minas y aparatos explosivos, espiar al enemigo, inspeccionar cráteres de volcanes, transportar cargas y otras tareas menores. Tampoco fueron invitados los robots simplemente biológicos, como los minúsculos que se infiltran entre las cucarachas o los muñecos meramente mecánicos con un índice intelectual inferior al de un mosquito.

     El día del funeral, se hicieron presentes los mayores ingenios de todo el orbe, encabezados por los “robots hábiles” que caminan, corren, suben y bajan escaleras, cocinan y ayudan a las amas de casa, lavan la ropa sucia, limpian los pisos con estropajos, ejecutan órdenes verbales y hasta orinan y defecan. Marchaban cabizbajos y sollozantes, a paso lento y fúnebre, en columnas y filas ordenadas como en un desfile militar.

     Separados por una distancia diferenciadora, venían los “robots intelectuales”, reconocidos por su capacidad mental excepcional, ejecutores de obras reservadas a los genios, sacar instantáneamente la raíz cuadrada de cualquier número, traducir lenguas, clasificar fósiles de dinosaurios y otras excelencias del pensamiento, hasta la fabulosa de inventar otros robots.

     En tercer lugar marchaban los “robots artísticos”, famosos por su capacidad de pintar cuadros, componer canciones, crear coreografías, incluso la de escribir poemas. Traían impresos en sus pechos los nombres de los artistas humanos superados, Biogogh, Cervantic, Vincivic, y otros. En sus testas lucían coronas de laureles y desfilaban erguidos, quizás también apesadumbrados, pero orgullosos al fin.

     El cuarto lugar le había sido denegado a los “robots suicidas”, que pretendieron aparecer encapuchados y con sus armas y explosivos, para evitar conflictos ideológicos entre los países fabricantes.          

     Al final de la caravana, rodeado de una docena de ingenios tocadores de harpas, marchaban los “robots místicos” portando el ataúd del fallecido. Cerraba el cortejo llorando a toda lágrima Tomodata. Depositaron el cuerpo a la espera de una próxima resurrección en el túmulo de cristal  y hombres y androides se dispersaron.

    Como se estila este tercer milenio, Tomodata ofreció a los periodistas una conferencia de prensa.     

    - Señor Tomodata, ¿de qué falleció su robot?

    - No lo sé todavía, hay que investigarlo.

    - Pero ¿podría decirnos al menos cómo fueron sus últimos momentos?

    - Eso sí. Estaba rezando y le pidió a Dios que le dejara ver la cara. El Padre le respondió “Sube y me verás”. Mi hijo androide quiso hacerlo, se puso de pie y cayó al suelo. Eso es todo, señores periodistas, muchas gracias.

 

 

 

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Posted by Carlos A. Loprete at 4:49 PM BRT
Updated: Tuesday, 12 May 2009 12:00 AM BRST
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