Tanto insistí a San Pedro, que terminó por autorizarme una salida temporaria de un mes del cielo con dos condiciones. La primera, que no revelaría a ninguna persona los secretos de la morada celestial; la segunda, que las nuevas acciones en la tierra, buenas y malas, serían computadas como una continuación de las anteriores, y en ese caso, ponía en riesgo la continuidad de mi permanencia en el Paraíso.
Aparecí en la Plaza de Mayo y dirigí la mirada hacia la Casa de Gobierno, sede oficial del presidente y sus ministros. Con gran sorpresa mía, el edificio que yo había conocido no estaba más allí. En su lugar había un parque de diversiones, un estadio, o algo así. Me aproximé sorprendido al lugar. No había caminado unos quince pasos cuando vi aproximarse una muchedumbre de hombres desarrapados, sin camisa, vestidos únicamente con pantaloncitos cortos o vaqueros de tela grosera, con agujeros por todos lados, y calzados con alpargatas de tela negra y suelas de cáñamo. Casi sin excepción portaban botellas de material plástico de las cuales sorbían cerveza o gaseosas a cada instante. Atronaban los oídos con pitos, maracas, castañuelas, matracas y bombos. Los varones lucían cabelleras de distintos colores, los pelos cortos o pegoteados hacia arriba; las caras con aretes en las orejas, las narices o los labios; y tatuajes de serpientes enroscadas, diablos, corazones ensartados y flechas por todos lados. Revoleaban al aire banderas con rostros de campeones de fútbol o guerrilleros famosos, amén de leyendas depredadoras y salaces. Las mujeres apenas cubrían sus torsos con camisolas cortas y raídas. Unas y otros proferían quejas ante los periodistas, por un hijo muerto por la policía, por el cierre de una fábrica y la falta de trabajo, por sueldos no cobrados, por su desalojo de una propiedad usurpada y miles de impertinencias más.
Al notar mi presencia, el grupo se detuvo y se dedicó a observarme. Me señalaban con sus manos, hacían comentarios entre sí y se reían burlonamente. Uno de ellos, al parecer el jefe, tatuado de la coronilla a los pies y con un palo en la mano, se desprendió del grupo, se me acercó y dijo:
-¿Qué hacés vos aquí con esa facha? ¿No sabés que ya no se usa esa ropa? Parecés el abuelo de mi tatarabuelo disfrazado de mascarita en Carnaval.
Dado que había resucitado sin memoria del Paraíso, sólo recordaba mis años de vida terrestre, y le contesté perplejo:
- Pero ésta es la ropa que yo tenía puesta ayer y no entiendo cómo ha cambiado tanto la moda.
- No te hagás el vivo, viejo estúpido. Te sacás esa ropa de los tiempos oligarcas y te vestís como nosotros o te mandás a mudar de aquí. Se acabaron los tiempos de San Martín y de Sarmiento. Nos ha costado mucho conseguir la democracia y no estamos dispuestos a perderla por un vejestorio pasado de moda.
No supe qué responder y opté por retirarme con una inclinación de cuerpo pidiendo disculpas a mi interlocutor, quien me agradeció con un puntapié en las nalgas y un escupitajo de desprecio. Debo confesar que sentí miedo de verme entre tanta gente distinta. Temí que algún desaforado se sintiera afectado y me metí en el sanitario de un bar donde me desarreglé lo más que pude. Me despeiné, me quité los zapatos y media vestimenta, quedé casi en cueros, y salí a la calle. Compré a un vendedor ambulante una bandera cualquiera de las innumerables que se ofrecían, rojas y negras con iniciales dibujadas, una matraca y un paraguas con gajos de colores para saltar y vociferar. No comprendía qué sucedía, pero recordé el consejo de mi madre de hacer lo que viera allí donde fuera. ¿Qué tenían que ver la camisa, los tatuajes, los aros y los gritos con la democracia? En mis años terrenales se decía también que había democracia y los hombres usaban camisa y corbata, pero ahora no al parecer.
La ausencia de la Casa de Gobierno fue lo que menos comprendí. ¿Adónde habría ido a parar? La recordaba pintada de color rosa, con su fachada renacentista, su techumbre de pizarra negra y una flameante bandera nacional al tope de un mástil, con
custodia de impávidos y solemnes granaderos apostados en la entrada. Pero otro recuerdo de mi viejecita me orientó en la incertidumbre: menos averigua Dios y perdona. Sin poder sobreponerme a la curiosidad, me escabullí entre la muchedumbre revoleando mi camisa y mi paraguas y le pregunté a un hombre que marchaba a mi costado hacia dónde íbamos. Me miró sorprendido por mi ignorancia y me respondió:
-¿Y vos me preguntás eso? ¿No sabés que hoy es el Día de la Solidaridad y el presidente jurará como todos los años amar al pueblo y no defraudarlo? ¿En qué país vivís? Espero que no serás un espía de la oposición infiltrado, porque entonces no te quedará ni un hueso sano –me respondió al tiempo que me mostraba amenazante su garrote. Me quedé mudo sin saber qué contestar. El peligro era inminente. Un hombre apostado detrás de mí, vestido con una como casulla amarilla sin leyendas y tocado con una gorra con visera, me murmuró al oído: “No olvide que no puede mentir. Dígale que viene de otro país”. Se lo dije y la respuesta lo convenció. De amenazador se convirtió en conciliador y me recomendó: “A la salida no se olvide, compañero, de hacer fila para cobrar los cien pesos que dan hoy por la asistencia”, y se retiró.
- Aproveché para darme vuelta y observar a mi inesperado consejero. Era un hombre de estatura media, buen aspecto, ojos profundos, de apariencia cautivadora, tez y rasgos que no permitían presumir su nacionalidad. Su sola presencia irradiaba tranquilidad y paz. Alcancé a mirarlo apenas unos instantes pues desapareció entre la multitud. El edificio que encontré era según mi experiencia como un coliseo romano, pero construido de cemento, columnas y vigas de metal, cristales divisorios, con elevadas torres en su perímetro y un gigantesco tablado que hacía de escenario, donde se levantaba un podio fastuoso, iluminado con poderosos reflectores desde todos los ángulos y rodeado de una veintena de cámaras de televisión y unos cien micrófonos por los cuales se filmaba y difundía la voz presidencial a pantallas instaladas en toda la ciudad y el país. A una pitada de señal el locutor anunció la aparición del presidente. Salió al escenario en mangas de camisa, sonriente y levantando sus brazos al cielo, abrazándose a sí mismo, y llevando de tanto en tanto su diestra al corazón, como diciéndoles a los espectadores que los tenía a todos adentro. Un conjunto de tamborileros organizados abrieron los aplausos con sus parches y la multitud aplaudió al
presidente, a los gritos de “¡Se siente, se siente, Perucho presidente!”
Me sorprendió no escuchar por los altavoces el Himno Nacional y pensé que se habría suprimido, porque la banda ejecutó en su lugar una marcha desconocida que la tribuna coreaba. El silbido estridente de un pito se hizo escuchar y el público cesó de gritar. Ingresó entonces al escenario una dama vestida en traje de calle, con una estola cruzada sobre sus hombros y media cabellera colgando a un costado de su cara, saludando a la concurrencia con su diestra y sonriendo. La multitud, al aviso de otra pitada, renovó su cántico de alegría, que estremeció el estadio cuando su esposo el presidente la estrechó en sus brazos. El estribillo cambió de letra y en varias manzanas a la redonda se percibió con claridad: “¡Olé, olé, olá, se quieren de verdad!”. Un nuevo silbido del pito indicó a los manifestantes el paso a la tercera de las consignas escritas en un volante distribuido a los concurrentes: “¡Que se besen, que se besen!” El magistrado mostró su dentadura postiza en una sonrisa de complacencia y obedeció con aire de general vencedor en una apoteosis. Una salva de estrepitosos aplausos festejó la desenvoltura de la pareja, a los gritos de “Perucho, Perucho, el pueblo está contigo”. El presidente, dentadura por delante, levantó agradecido el brazo derecho, mientras furtivamente recogía con la izquierda un discreto papelito que un miembro de la comitiva le pasaba por detrás.
Era una lista de frases escritas. El presidente le echó una mirada de reojo y comenzó su discurso con los brazos en alto: “Hermanos y hermanas de mi patria, los llevo a todos en mis bolsillos.” El ayudante le tironeó el saco por detrás, y el orador se rectificó de inmediato: “...Sí, sí, eso mismo digo, en los bolsillos de mi alma, para tenerlos siempre conmigo y no perderlos”. La multitud festejó con aplausos la ingeniosa salida de su líder, cubriendo cada tres o cuatro párrafos los otros dislates del conductor con una infernalia ruidosa de bombos. “Nuestras vacas no son locas, ni comen vidrio. Son vacas sabias y patrióticas que se dejan comer hasta en Cuaresma, aunque no le guste al Obispo”, agregó más adelante. Se hizo traer una costilla humeante en la punta de un cuchillo, mordisqueó un pedazo pero se le desprendió la dentadura postiza. Mientras sus ayudantes la buscaban con afán, Perucho le hizo morder otro bocado a su compañera Peruchita alegando “Donde come uno, comen dos”. Un perro intruso se
cruzó entonces por el escenario y ladró pidiendo su parte. El caudillo se inclinó para satisfacer al cuzco pedigüeño al tiempo que proclamaba: “En este país nadie se muere de hambre”. Los partidarios festejaban con ovaciones las ocurrencias de líder. El perro expresó su agradecimiento mojando el piso y al acabar su necesidad ladró a la dama pidiendo que lo levantara en brazos. Cuarenta y cinco minutos llevaba el jolgorio, cuando el orador pidió silencio y ofreció presentar a tres nuevos miembros del partido, cuyos bustos se colocarían en la galería del museo presidencial por su calidad de Héroes del Pueblo. Todos habían dado muestras de una contracción inigualada al trabajo y habían dedicado sus hazañas a la primera autoridad del país. El primero era un obrero ferroviario que había subido y bajado las barreras de un cruce durante noventa y cuatro horas sin dormir. El segundo era un bombero que había estado echando agua con su manguera sobre una pira artificial de fuego sin interrupción a través de ciento diez horas. El último, un boxeador que había ganado un campeonato en Indonesia. En forma imprevista se adjudicó una cuarta medalla de héroe a un barrendero olvidado que se había pasado nueve días sin comer en homenaje al líder, arrojando al piso unos papeles sucios y recogiéndolos de nuevo en una bolsa. Perucho había pensado a último momento que por medalla más o medalla menos, el país no iba a fundirse, pero no lo dijo. En cambio expresó: “Así son las cosas, hermanos y hermanas: para un peruchista no hay nada mejor que otro peruchista”. Los ánimos estaban a esa altura de la tarde exaltados y comenzaron a reclamar como en años anteriores que el día siguiente fuera feriado, coreando a voz en cuello “¡Mañana, San Perucho, mañana San Perucho!” El presidente dibujó una sonrisa en su rostro y confirmó la petición popular: “Y ahora, hermanos y hermanas, a descansar a sus casas. Mañana es San Perucho y no se trabaja. Los abrazo a todos en mi corazón”. La muchedumbre fue dispersándose en varias direcciones. Algunos rompieron de paso a pedradas escaparates, faroles y cuanto vidrio encontraron en el camino, amén de los robos de mercaderías en los negocios saqueados. Otros improvisaron asados a la criolla en la plaza, al tiempo que los más arriesgados se bañaron en calzoncillos en las fuentes públicas para demostrar su regocijo. No faltaron los cohetes y petardos, los círculos de mateadas colectivas, las borracheras y otros desmanes urbanos. Feliciano, que así se llamaba en vida el resucitado, se retiró meditabundo a su morada transitoria en el hotel, rezando para no violar el mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo y perder la gloria del Paraíso. ----------------
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