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cuento corto
Saturday, 12 December 2009
CUANTIDAD DEBIDA


 Al fallecer el padre de don Adeodato Saravia de un ataque de apoplejía, sus familiares y amigos acompañaron los restos hasta su última morada en el panteón de la Sociedad Española de Socorros Mutuos. No hubo discursos fúnebres, sólo llantos y suspiros, porque no se escriben oraciones fúnebres para talabarteros. El féretro fue colocado con dos palmas de flores en el nicho 314, tercera fila a la izquierda de la entrada, hasta el día siguiente en que se lo sellaría con una placa de mármol.

     Cuando el sepulturero concurrió a la mañana siguiente para terminar la obra se encontró con el ataúd forzado y el cadáver profanado. Comunicó de inmediato la novedad al director del cementerio y en menos de una hora la población comentaba espantada la novedad: el cadáver yacía sin manos. En opinión del jefe de policía el autor debía de ser un conocedor de la anatomía humana, un estudiante de medicina o un enfermero tal vez, por la precisión y limpieza de los cortes.  Conforme a los reglamentos policiales, se selló nuevamente el nicho y se puso una guardia nocturna durante una semana. A la segunda, los custodios no se vieron más.  

     De niño, Adeodato había sido educado en la doctrina cristiana  fundamental, el credo, los diez mandamientos, las virtudes teologales, los pecados capitales y otros asuntos del catecismo. Su curiosidad intelectual no encontraba límites y un día supo sin haberlo averiguado que era un niño modelo. De sus labios no salía jamás una mentira ni un juicio perverso sobre sus semejantes.

     Llamó notablemente la atención entre los socios del Club Social la incongruencia entre el mutismo de don Adeodato y su frecuente deambular por los senderos y proximidades del nicho, siempre con la mirada fija en el suelo. Inspeccionaba todo con aparente indiferencia, desmenuzaba los montículos con los pies, recogía huesos perdidos de las exhumaciones, fisgoneaba otros panteones, hurgaba en basurales y pastizales, y se metía de rondón en los depósitos de materiales.

     No había duda de que algo buscaba don Adeodato, pero nadie se atrevía a interrumpir sus pesquisas con preguntas indiscretas. Simultáneamente dejó de concurrir a las reuniones semanales del Club y solicitó licencia por tiempo indeterminado en el colegio donde dictaba filosofía. Enclaustrado en el escritorio de su modesta casa, los vecinos aseguraban que la luz de su escritorio no se apagaba hasta la cuatro de la madrugada. Los abastecedores aseguraban que en esa vivienda no se comía mucho, a juzgar por la parquedad de los alimentos que entregaban.

     La tarde de la crisis se vio a la criada salir espantada de la vivienda pidiendo ayuda a los gritos. Alguien debió de haber telefoneado al Hospital de Emergencias porque a los pocos minutos llegó una ambulancia  con un médico y dos enfermeros que entraron en el domicilio y salieron sosteniendo a don Adeodato en mangas de camisa, encorvado y chorreando lagrimones, como quien ha llegado al límite de su resistencia. El director del hospital explicó que sería internado en una colonia psiquiátrica para su tratamiento. La casa quedó al cuidado de la doméstica y las luces se apagaron desde entonces a las diez de la noche.

     Los amigos que lo visitaban anteriormente con cierta asiduidad  no encontraban explicación al desequilibrio de don Adeodato. La casualidad hizo un día su parte. La doméstica cedió paso una tarde a un pariente, el comisario y el párroco.  Les sirvió café y se retiró.  Todo estaba en orden en el despacho atestado de volúmenes, papeletas, resmas de papel  y ceniceros. Adeodato había tomado la costumbre de escribir sus notas reservadas en latín pero con caracteres griegos. El religioso había olvidado con los años su griego del seminario y renunció a interpretar las fichas.

     Sin embargo, a punto de retirarse la comitiva , llamó la atención del religioso un grueso volumen abierto, probablemente en la página que estaba leyendo don Adeodato en momentos de la crisis. Estaba abierto en la página 691 y se trataba de la Suma contra los gentiles  de Santo Tomás de Aquino, publicada por la  editorial Porrúa de México en 1977. El sacerdote llevó su mirada a la página y leyó en silencio: “Así pues, no se requiere, para que el hombre resucite numéricamente el mismo, que todo cuanto tuvo materialmente en la vida temporal vuelva a tomarlo, sino sólo cuanto basta y se requiere para completar su cuantidad debida…”

     Súbitamente, el religioso sorprendió a los presentes con estas palabras:

     - Roguemos por la salud de nuestro querido hermano Adeodato. Buscó hasta donde pudo las manos robadas del cadáver de su padre, porque creyó que para el Juicio Final era necesario  que su cuerpo estuviera completo.

     No hizo ningún otro comentario. De regreso a la parroquia, el religioso sintió pena por el error de su  feligrés que no había leído o confiado en el texto íntegro de Santo Tomás: “Mas si algo faltare para completar su cuantidad debida, sea porque algo se le hubiese cortado en vida antes de que hubiese llegado a su cuantidad perfecta, o porque se le hubiese mutilado un miembro, lo suplirá de otra manera el poder divino.”

 


Posted by Carlos A. Loprete at 4:30 PM BRT
Updated: Saturday, 12 December 2009 4:49 PM BRT
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