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cuento corto
Saturday, 5 September 2009
LA PERINOLA
Topic: cuento corto
 


 

    Abrumado por los juicios acumulados durante años en su juzgado, el juez Justino, que frisaba los ochenta y ocho de edad y olía la llegada de la puntual recolectora de almas, decidió corregir su negligencia judicial mediante un procedimiento expeditivo, dejando en manos del Creador la sentencia de los dictámenes pendientes. Hizo un cálculo aritmético. Leer dos mil quinientos cuatro expedientes a razón de dos por día, le insumirían un mil doscientos cincuenta y dos días, es decir, unos poco más de tres años,  suponiendo que no descansara los domingos y fiestas de guardar, y que su agotada fuerza física soportara el esfuerzo hasta el final. Imposible, le decían sus pulmones sofocados, y con justa razón.  

    En sus años juveniles había leído algo sobre los juicios de Dios, y aunque no los recordaba uno por uno, tenía presente que dos de las pruebas más empleadas eran la del agua hirviente y la del fuego. Si las ampollas de quien había puesto las manos en un recipiente de agua hirviendo no supuraban a los nueve días, el reo era inocente. En la prueba del fuego, el acusado debía correr nueve pies con un hierro  candente en sus manos, y si gritaba de dolor, era culpable. En ambos casos, Dios hacía que hubiera un resultado u otro para manifestar el veredicto. El juez Justino comprendió que no podía aplicar esos métodos porque debía citar a los acusados para las pruebas. Tampoco le servía el método de las dos candelas: dar una vela a cada litigante y la que se consumiera primero indicaba el culpable.

     Justino necesitaba un procedimiento para conocer el juicio de Dios sin recurrir a los litigantes. El único disponible de estas características era la perinola, ese pequeño prisma de madera con una cabecita en uno de sus extremos y un punta en la otra, similar a un trompo. En cada una de las seis caras escribiría, inocente el acusado,  inocente el acusador,  inocentes los dos,  culpable el acusado,  culpable el acusador,  culpables los dos. Mandó a fabricar el trompo y a la semana comenzó el sorteo.

-Que Dios lo haga caer con la cara de su juicio arriba, y podré morirme con los

 expedientes resueltos y sin remordimiento -dijo el magistrado.                                                            

     - Bien hecho, Su Señoría. Antes se deshojaban margaritas, me quiere, no me quiere mucho, poco, nada...Pero ahora los precios de las flores han subido tanto de precio, que es imposible comprarlas -confirmo el secretario.

     - Y además no daban resultado, porque la divinidad parecía no querer entrometerse en asuntos de faldas. La perinola es más segura y con una basta.

     Una semana después Justino se despertó ante una batahola de maracas, sonajas, petardos,  panderetas, carteles, pancartas, leyendas en las paredes y en el piso de las aceras y pavimento. Oculto detrás de una cortina se propuso descubrir la razón de ese tumulto. Eran unas doscientas personas amontonadas para expresar sus opiniones sobre los juicios resueltos. Los ruidos y gritos nada le decían, pero las leyendas sí. Leyó algunos: "Liberaste al violador de mi hija. Cuidado con la tuya",  "Justino cretino, sentencias con vino", "El traje a rayas, te espera" y otras lindezas literarias.    

     - Parece que es contra mí -reflexionó-, pero la mucama se abstuvo de contestar.

     Asustado llamó a su secretario por teléfono quien para poder entrar en la casa  tuvo que mentir a los manifestantes que era médico y venía a asistir al propietario de urgencia por un ataque al corazón. Lo dejaron pasar por piedad, aunque habrían preferido cerciorarse de esta afirmación mediante puntapiés y trompazos. Y para reconocerlo cuando saliera, le pintaron la cabeza de amarillo, el color de los traidores.

     La opinión del secretario fue categórica. La divinidad no respondía cuando se la invocaba con la perinola. Intentarlo con otra suerte de juegos era una prueba ya prohibida por la Iglesia, desde que se había constatado que la divinidad no juega a los dados ni a los naipes.

     Desconcertado pensó en consultar con el párroco de la jurisdicción, quien lo instó a alejarse de las brujerías por estar explícitamente vedadas a los cristianos en el Nuevo Testamento. No se puede tentar al Señor con esta clase de averiguaciones, pues ya lo intentó Satanás y fracasó.

     - ¿Entonces tendré que morirme con el pecado de negligencia en perjuicio de los necesitados de justicia? -preguntó el juez haragán.

     - Tampoco puedo decírselo. Yo soy cura, nada más, y no investigador del Señor.

     Acorralado por las imposibilidades, Justino estaba a punto de caer en una inevitable depresión profunda, cuando se le ocurrió que en nada perjudicaría a demandados y demandantes si se tomaba una semana para meditar en soledad su conflicto. ¿Pero dónde? Como dos cabezas piensan mejor que una -recordó-, volvió a consultar con su secretario.      

     - Si yo fuera usted, Usía, me aislaría en las sierras de Córdoba, donde dicen los lugareños que aterrizan los platos voladores. En una de ésas es cierto y los extraterrestres le resuelven el problema. Le digo más, yo me ofrezco para acompañarlo  si lo desea.

     A la mañana siguiente, y sin pensarlo dos veces, el juez Justino y su secretario tomaban un ómnibus rumbo a las sierras, equipados con una tienda de campaña  y demás bastimentos para pasar las noches a la espera de un aterrizaje. Llevaba consigo una cámara de gran definición  para fotografiar a sus interlocutores, como justificación de las sentencias dictadas.

     Al quinto día de su asentamiento apareció en el cielo un artefacto como dos platos unidos por sus bordes, irradiando luces anaranjadas, azuladas y blancas. Giró varias veces, ascendió y subió, se desplazó horizontalmente a izquierda y derecha, se mantuvo quieto a poca distancia del suelo, y quince minutos después desapareció en las alturas. Justino alcanzó a tomar varias fotografías, y aunque no pudo dialogar con ninguno de los tripulantes, las llevó consigo a Buenos Aires y las exhibió a los ministros de la Suprema Corte de Justicia, atribuyéndoles a los navegantes la orden de emplear la perinola en las sentencias judiciales.   

     Trece días demoraron los ministros en dictaminar en el caso de Justino. Como era de esperar, esos esclarecidos cerebros fueron irreprochables y ecuánimes, condenando a Justino como culpable, después de haber empleado ellos mismos la perinola en su dictamen.

     En estos tiempos ha quedado registrada la perinola como sucesora de la balanza de la justicia, con la leyenda siguiente a los pies: "Adiós a la toga, perinola, perinola."  


Posted by Carlos A. Loprete at 8:33 PM BRST
Updated: Sunday, 4 October 2009 6:02 PM BRST
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