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cuento corto
Wednesday, 28 January 2009
ROSAMUNDA

 

 

Cinco meses y cuatro días habían pasado desde la última lluvia y el más leve movimiento del aire levantaba del suelo un sofocante polvo. Los vecinos se desplazaban por la ciudad cubriendo sus ojos y narices con pañuelos. Los cuchicheos en la calle se hacían dando la espalda al viento y por lo general se reducían a comentarios enojosos sobre el maldito viento y el gobernador.

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- Estamos orinados por los perros –se oía decir.

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Ese dieciocho de julio se había presentado sin embargo transparente y sereno. La oportunidad había llegado. Un destartalado camión apareció en la escena  envuelto entre broncos resoplidos  y se estacionó a la vera de la plaza principal. Enfrente, sobre la acera opuesta de la calle, la Casa de Gobierno ostentaba la arrogancia colonial de sus dos pisos con arcadas y tejas patinadas con el verdor de los años, con la enseña nacional al tope de un mástil, como recordando a los provincianos que allí se asentaba la fuente del poder.

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El chófer abrió la desarticulada puerta izquierda del vehículo, descendió y acomodó un sólido tablón en pendiente sobre la culata. Subió y comenzó a empujar desde adentro una vaca holando-argentina, mientras de doña Rosamunda la tironeaba desde abajo con una cuerda ensartada en el cogote de la res. El animal descendió con andar cauteloso para no rodar, ante el asombro de los transeúntes.

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La mujer, arrugada y desgreñada, no superaba los sesenta años de edad. Instaló la vaca en un macizo de la plaza para que pastara, a la sombra de un jacarandá. Con cuatro palos y una lona de arpillera improvisó un techo para protegerse de los rayos del sol, se sentó en una banqueta tambaleante , extrajo de un bolsón una centena de vasos plásticos, los acomodó en una mesita plegable, y señalando a la vaca inició su proclama:

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- ¡Leche gratis al pie de la vaca! ¡Leche gratis para los pobres!

         Mientras ordeñaba a la bestia llenaba los vasos y los ofrecía sin pago a los curiosos amontonados en círculo. Rosamunda persistía con su discurso:

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       - El gobernador se hace el chancho rengo y nos mata de hambre a los jubilados y pensionados, mientras él se llena la barriga y los bolsillos con el dinero del pueblo.

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        Y continuaba su desafío:

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       - Seguro que me está mirando detrás de las persianas de su despacho. Que baje si es tan macho y le daré un vaso para que la pruebe.

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       Doscientos cincuenta pesos mensuales sólo alcanzan para sustentar la comida de un abuelo durante una semana, y ésa era la suma que doña Rosamunda, la jubilada, había gastado para alquilar la vaca por un día a un tambero de los alrededores.

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       A la puerta del Club Social un socio distinguido, ex concejal jubilado con una asignación especial de seis mil pesos,  agregaba su opinión:

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       - A esa vieja loca tendrían que meterla en el manicomio. Habla de hambre y miren qué gordita está.

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      Rosamunda reclamaba a voz en cuello la presencia del gobernador, pero el funcionario no aparecía.

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      - Que grite todo lo que quiera. Yo estoy vacunado contra las protestas –comentaba el gobernador desde su refugio detrás de la ventana-. ¿De dónde quieren que saque yo la plata para vivir?  En esta provincia todos quieren ser ricos.

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      Los cuarenta litros y medio de leche alcanzaron a distribuirse en tres horas. Levantó entonces Rosamunda su tienda de campaña y se retiró como llegó. Los comentarios sobre la hazaña de la mujer corrieron de boca en boca durante el resto del día, y al siguiente, el olvido colectivo se encargó de lo demás.

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     Las hojas de agosto, septiembre y octubre cayeron de los almanaques. Para el Día de los Muertos, a principios de noviembre, la oficina meteorológica anticipó  una jornada bochornosa y seca, con brisas leves del norte. Minutos antes de las once doña Rosamunda estaba instalada en la plaza enfrente de la Catedral, invitando a los asistentes al templo a paladear chorizos y pan sin costo alguno. Había traído consigo una larga parrilla ayudada por dos ancianas y entre las tres atendían la cocina.

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-  Exquisitos –agradecían los beneficiarios en medio de la humareda.

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      Desde su atalaya en la Casa de Gobierno, en diagonal con la Catedral, el gobernador y su secretario privado espiaban el festín:

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      - ¡Doscientos chorizos para dos mil personas! –ironizaba el mandatario-. No alcanzan ni para tapar los agujeros de las muelas. Diga que es vieja y viuda, si no ya la tendría pudriéndose en un calabozo

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           Doña Rosamunda, aunque no lo escuchaba, presentía sus denuestos. Tomó entonces una bocina y gritó apuntando al edificio gubernamental:

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          - Queda uno para el gobernador! Lo espero quince minutos si quiere bajar. Pero apúrese porque se va a enfriar y la grasa fría hace mal al estómago.

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         La multitud giró sus cabezas , pero la persiana siguió baja.

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         El veinticuatro de diciembre, cuando los empleados salían de los comercios y oficinas para festejar la Nochebuena en sus hogares, notaron frente a la Casa de Gobierno un murmurante gentío que colmaba el lugar. Doña Rosamunda había prometido a la prensa que se suicidaría en público, si para ese día el gobernador no había aumentado las asignaciones para los jubilados. La ciudad no guardaba memoria de un anuncio de esta naturaleza. Gritar, vaya y pase. Regalar leche y chorizos, podría ser. Pero suicidarse ya era otra cosa, se decía en los corrillos. Desde la aparición del cometa Halley en 1910, ninguna expectativa había sido tan angustiosa. Se hicieron apuestas por sí y por no, de todo tipo. Benicio Portales, propietario de una funeraria, se  había manifestado como uno de los más descreídos:

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        - La entierro gratis –prometía-, en cajón de caoba importada con manijas de oro, coche de lujo y banda música, si se mata.

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        Un empresario de la construcción hizo conocer también su apuesta:

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     - Y yo le levanto un panteón de diez metros de alto, se si atreve.  Sólo los monjes australianos se suicidan –continuó-, confundiendo a los budistas con los australianos.

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      El suicido prometido se consumaría a las cinco de la tarde. Al secretario privado del gobernador se le ordenó asistir disfrazado entre el gentío junto con otros hombres del servicio de inteligencia para espiar el acontecimiento desde adentro. Unos minutos antes de la hora anunciada, un coche de plaza tirado por un caballo se abría paso entre la multitud, con la capota descubierta y doña Rosamunda sentada en el único asiento como en un trono real:

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    - ¡Dejen pasar! ¡Dejen pasar! –gritaba el público coreando a voces el pedido a latigazos del conductor.

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    El carruaje se detuvo en la esquina de la Casa de Gobierno y descendió la inminente suicida, cubierta la cabeza con un pañolón negro, sin pronunciar palabra ni mirar a los costados. Enfiló hacia el pórtico de entrada por un estrecho pasaje que le abrían los espectadores. Diecisiete minutos exactos demoró la mujer en el recorrido. Se detuvo frente a la entrada del edificio, donde seis guardias uniformados, impertérritos y solemnes como estatuas babilónicas , custodiaban el acceso. Rosamunda se detuvo frente a ellos y esperó unos instantes. Extrajo luego un revólver de su bolso y continuó impasible, sin hacer movimiento alguno.

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- ¡Coraje, doña Rosamunda! ¡No afloje ahora! –se oyó gritar.

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       Fue el relámpago que disparó la tempestad de consejos:

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       - ¡No lo haga, señora, no lo haga!

       - ¡Dios la castigará si se mata!

       - ¡No le dé el gusto a ese cretino, señora!

       - ¡Guarde la bala para el gobernador, Rosamunda!

       - ¡No sea zonza, señora, el gobernador se saldrá con la suya!      

       - ¡No se mate, señora! Usted ya hizo bastante por nosotros. Aunque se mate seguiremos siendo pobres.

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       Doña Rosamunda seguía quieta y muda en medio del turbión clamoroso. Giró luego la cabeza y vio un alto recipiente para residuos instalado cerca. Meditó unos instantes,  y ante el desconcierto del público caminó hacia él, lo destapó, se metió adentro y desde el interior cerró el recipiente.

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       No se oyó estampido alguno. Acto seguido dos ordenanzas uniformados salieron del edificio, levantaron el tacho y lo llevaron adentro.

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       Hasta el presente nadie ha tenido noticia alguna de doña Rosamunda, la jubilada pobre.

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Posted by Carlos A. Loprete at 3:52 PM BRT
Updated: Wednesday, 28 January 2009 5:04 PM BRT
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